jueves, 15 de noviembre de 2012

ESCRITOR


               Sé que esto ha tenido que ser una ensoñación. 

               No puede ser de otro modo.

               Estoy sentada en el suelo, con las rodillas abrazadas, cerca de una lumbre cuyas llamas me mantienen hipnotizada. Siento el agradable calor del fuego en mi rostro y apenas me muevo. Un suspiro procedente de alguien a mi espalda me saca de mi ensimismamiento y me giro. Junto a la chimenea hay una recia mesa de roble y, sentado frente a ella, un hombre vestido con ropas que me hablan de otro tiempo que no es el mío. De hecho, ahora que me fijo, me doy cuenta de que no hay nada de mi tiempo en esta habitación.


               En la mesa, alumbrándole, un par de velas y en una esquina reposa un tintero. Mira absorto una hoja de papel mientras con la mano derecha, suspendida en el aire, sujeta una pluma que hace poco recargó con tinta. Si no se da prisa, estoy segura, el líquido acabará derramándose y emborronando la hoja en la que parece tan concentrado. Me quedo mucho más quieta aún y ahogo un pequeño suspiro cuando por fin le veo abordar el papel con decisión. No ha pasado nada, parece que el accidente que mi mente imaginó no era más que eso, imaginación de alguien mucho más torpe que él, que parece bastante hábil manejando esta herramienta de escritura. Miro su rostro y su sonrisa de satisfacción mientras la pluma se desliza con su típico rasgueo. Puedo intuir que está escribiendo algo más largo que una simple carta porque a su izquierda se acumulan varias hojas en un pequeño montón que sugiere más que lo que escribe podría ser un libro.

               De pronto siento la necesidad de levantarme y curiosear. Al fin y al cabo, esta es mi ensoñación y no podré molestarle mientras busca la manera de colocar las palabras para componer esa historia que de momento vive solamente en su imaginación.

               Con mucha suavidad me incorporo y rodeo la mesa hasta situarme a su espalda. Leo unas palabras con la dificultad de no estar familiarizada con esta caligrafía suya, pero cuando me acostumbro mis ojos se abren como platos. Reconozco de inmediato la frase que acaba de componer: 
"… hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama".

               Mi corazón se acelera. Le miro perpleja porque de pronto reconozco al hombre que está ante mí. Ya no tiene aspecto de estatua (siempre le he identificado con una estatua), sino que respira y su piel está perlada de sudor, de ese que provoca estar sentado tan cerca del fuego. El libro que escribe, que recién nace, lo he tenido en mis manos muchas veces, incluso sé cómo acaba y conozco a los personajes. Quizá ni él mismo sepa que algunas de las frases que están por escribir se convertirán en inmortales. Él mismo es inmortal. Y yo, quizá presa del mismo encantamiento que su personaje principal sufre debido a su afición a la lectura, me acabo de colar en este instante mágico.

               La razón me dice que nada de lo que aquí sucede es real y dejo de tomar precauciones. No creo que pase nada porque me mueva sin tanta cautela. Aparto un taburete de la mesa y lo ocupo, sentándome a su lado. Quiero observarle cómodamente, me apetece perderme imaginando lo que siente mientras escribe. Quiero analizar cada gesto, empaparme en cada una de sus pausas, beberme la felicidad que se dibuja en su rostro cada vez que encuentra cómo darle forma a la idea que revolotea por su mente.

               Lo malo es que algo falla.

               De pronto me encuentro con sus ojos que me miran interrogantes, preguntándose, estoy segura, de dónde demonios he salido yo.

               Me ve.

               Reconozco que me asusto casi tanto como él, aunque en mi mente siempre quede la sospecha de que estoy dentro de un sueño.

               Tras unos instantes de duda, él decide hablarme. Me pregunta, con la cautela de quien en el fondo piensa que está un poco loco, qué clase de ser extraño soy, qué conjuro mágico me ha conducido a su lado. Me río pensando que quizá él se sienta su personaje de pronto, que piense que ha enloquecido por leer tantos libros.

               Me presento, educadamente. Mi nombre solo, sin apellidos que no vienen al caso. Le hablo de mí un poco: soy aprendiz de escritora. Se ríe con ganas, acabo de dejarle de piedra (pero no se ha convertido en estatua, menos mal). Ya es extraño para él que una mujer sea capaz de leer y muchísimo más raro le parece que una pretenda ser considerada ¿escritora? Hasta la palabra le suena nueva, extraña, pero le digo que no se preocupe, que hasta que eso suceda tendrán que pasar siglos porque he venido desde el futuro (no sé cómo, la verdad) para presenciar cómo el maestro de los maestros empieza a dar sus primeros pasos.

               Su extrañeza se multiplica pero aunque la tentación de contarle quién será es mucha, me contengo. No quiero influir en nada, no sé si eso que hablan en las películas sobre los cambios que suceden cuando se trastocan acontecimientos del pasado son verdad.

               Por si acaso.

               Lo que sí le pido es que me hable de su libro, que me cuente su idea, lo que quiere escribir. A veces me pongo pesada, soy experta cuando algo lo quiero de verdad pero esta noche veo un brillo especial en su mirada y no tengo que insistir demasiado: enseguida me empieza a hablar con entusiasmo de Don Quijote, de Sancho, de Dulcinea, de los molinos, de los gigantes… y la noche se va deshaciendo como la cera de las velas que nos alumbran.

               Las llamas se mueven caprichosas ante mis ojos y el sonido del teléfono móvil me saca de ese mundo extraño donde me he colado.

               No queda nada de lo vivido.

               ¿O sí?