martes, 16 de diciembre de 2014

EL PRINCIPIO



Isabel, la hija de Juan, el labrador, se retorcía de dolor. Las contracciones hacía horas que habían anunciado el momento del parto, pero la criatura parecía no querer abandonar el calor del útero materno. La oleada de malestar en el abdomen, la primera señal de que aquel iba a ser el día, encontró a Isabel agachada juntando las espigas de trigo que los segadores iban dejando atrás mientras avanzaban en la recogida de la cosecha anual. Al principio pensó en una mala postura; al fin y al cabo ella era una primeriza y las cuestiones relativas a la maternidad le daban tanta vergüenza que nunca se había atrevido a preguntar a su madre mientras vivió. Ahora sentía que la necesitaba. Sin embargo, el dolor pasó, inadvertido para cualquiera que no fuera ella misma. Durante casi una hora Isabel se sintió bien para seguir adelante sin bajar el ritmo. Claro que era difícil agacharse con aquella prominente barriga, pero el resto de su cuerpo, alimentado con lo mínimo, había permanecido ajeno al embarazo y se sentía más o menos ágil. Siguió espigando y, cuando casi había olvidado el incidente, otro pinchazo le hizo doblarse por la mitad. Esta vez no pudo evitar que la mujer que tenía a su espalda se percatase.
—¿Qué te ocurre, niña?
—No se preocupe, pasará —dijo Isabel, fingiendo una tranquilidad que no sentía.
—¿De cuánto tiempo estás? —La cara de la mujer reflejaba preocupación y no era para menos. Estaban a más de media hora del pueblo.
—Dentro de una semana cumplo.
—Debes marcharte, muchacha. El parto está empezando y de otro modo quizá no te dé tiempo a llegar a tu casa.
—¿Está segura? —Los nervios de Isabel se destemplaron, aunque se esforzó porque no se notara. No quería parecer una niña pequeña.
—Créeme, he tenido seis hijos. ¿Es el primero para ti?
—Sí.
—Lo suponía. —La mujer sintió un leve alivio. Sabía que el primero siempre se demoraba un poco. — Vete a casa lo más rápido que puedas. ¡Antón!
Un pequeño de unos seis años apareció trotando. Isabel ni siquiera había advertido su presencia hasta ese momento. Llevaba un puñado de espigas amarillas en las manos y las depositó en la cesta de su madre.
—Hijo, ve a buscar a Luisa, la mujer del barbero. Dile que esta joven está de parto, que se prepare. ¡Corre!
—Sí, madre.
El niño empezó a correr en dirección a la aldea, feliz por poder escapar de la tarea, mientras la madre ayudaba a Isabel a colocarse su propio hatillo de espigas. Por ese día ya estaba bien.
El camino de vuelta al pueblo fue muy largo para Isabel. No tomó la precaución de hacer que alguien la acompañara y se sentía mal por ello. Si al niño le diera por querer salir antes de que alcanzase al menos la primera casa, no tendría a nadie que la ayudara y ella sola no sabía qué tenía que hacer. Cuando arremetía una contracción se paraba en seco, tratando de serenarse, respirando con la mayor tranquilidad que podía. Recuperada de aquel trance, seguía adelante, con el paso más vivo que le permitía su estado. Sin embargo, tenía la sensación de que no avanzaba. Se iba cansando cada vez más y el hatillo le pesaba. Quizá fuera buena idea dejarlo abandonado. No lo hizo, por supuesto. Ese paquete a su espalda contenía todas las espigas que iba a poder conseguir ese verano y, la verdad, no eran muchas. La alegría que sintió cuando vio llegar a los espigadores y se enteró de que empezaban su faena ese mismo día se desvanecía por completo. Había calculado que, con la semana que le quedaba hasta el parto, tendría tiempo suficiente para hacerse con una buena provisión de trigo extra para el invierno y ahora sabía que no iba a ser así. Su hijo no venía con un pan bajo el brazo, sino que se lo llevaba antes de llegar.
Isabel hubiera agradecido la compañía de alguien en aquel camino pero no se veía un alma. El asfixiante calor de aquella mañana de verano no invitaba a pasear por los campos y, además, todo el mundo estaba ocupado en las diversas tareas que exigía la dura vida de los campesinos de Castilla en aquel año del Señor de 1610.
Uno de aquellos pinchazos que retardaban su marcha estuvo a punto de lograr que se rindiera. Aquel dolor insoportable entre las piernas, una presión en la pelvis que le parecía que iba a partirla en dos, parecían suficientes razones para dejarse llevar y acurrucarse a la sombra de alguna de las encinas del camino. No obstante siguió adelante. Tardó casi dos horas en recorrer la distancia que la separaba del pueblo, tratando de no gritar, para no agotar la energía que le quedaba. Cuando divisó la primera casa también se encontró con la silueta de Luisa, la partera, que avisada por el pequeño Antón, había preparado todo en su hogar para recibir a la muchacha. Sabía que era la hija de Juan, esperaba el parto, pero también a ella le sorprendió que se produjera antes de tiempo. Había visto a Isabel por la mañana y no le pareció advertir ninguno de los síntomas.
—¿Estás bien? —preguntó mientras le ofrecía sus brazos para que se apoyase.
—Muy cansada y creo que... —No sabía cómo explicarse. Bastó una mirada hacia su falda para que la partera entendiera.
—No te preocupes. Eso es que has roto la bolsa de las aguas.
—¿Y eso es malo? —preguntó ella.
—¡En absoluto! Eso quiere decir que tu hijo está a punto de salir.
—Pues espero que lo haga pronto porque... —No terminó la frase porque otra brutal arremetida de dolor hizo que se parase en seco.
—Vamos dentro. Debo prepararte. ¡Ánimo! Seguro que va todo muy bien.
La partera acomodó a Isabel en una cama y le proporcionó un poco de agua. Agradeció el alivio momentáneo aunque no tardó demasiado en vomitar. Sudaba mucho y la mujer le aplicó unas compresas frías en la frente.
—¡Isabel!
Ricardo, el esposo de Isabel, avisado por Antón, entraba en ese momento en casa de la partera, que advirtió al joven:
—No la pongas más nerviosa de lo que está.
—¿Cómo estás?
—Ahora mucho mejor —dijo ella.
Y lo decía de verdad. La soledad que había sentido en el camino ahora se desvanecía. Una mujer se ocupaba de que el parto progresase adecuadamente y su esposo la cogía de la mano. Nada podía estropear ese momento. Nada, salvo una contracción. Gritó sin poderse contener.
—¡Tranquila, Isabel! Déjame que vea. —Luisa levantó las faldas de la chica y empezó una exploración que para ella no era más que rutina, pero que Isabel, instintivamente, rechazó. Nadie, excepto su esposo, se había atrevido nunca a tocarla tan íntimamente.
—¿Se puede saber qué hace? —gruñó el marido.
—Isabel, es necesario para saber cómo está colocado el niño. —La partera ignoró las reticencias del joven.
—¡No la toques más! —gritó Ricardo sin poder contenerse.
—¡Ningún hombre debería ver esto! ¡Sal de aquí si no vas a ayudar!
La energía de la mujer al hablarle le dejó claro que, en esos momentos, era ella la que mandaba. Él bajó la mirada y, con una disculpa muda, se hizo a un lado, manteniendo la mano de Isabel junto a la suya. Aquella rolliza mujer de ojos avellana y cabello encanecido llevaba muchos años trayendo niños al mundo, él mismo e Isabel habían visto la primera luz entre sus brazos. Tenía fama en la comarca, hasta las grandes señoras de Toledo la llamaban días antes para que asistiera sus partos, así que debía de saber algo. Decidió permanecer en silencio hasta que la criatura asomase su rostro. Se tragaría las ganas que tenía de abofetearla si todo salía bien, pero si no... Ricardo estaba tan confuso como cualquiera a punto de ser padre.
Las contracciones fueron elevando su intensidad hasta que fueron sustituidas por una necesidad imperiosa de empujar. Isabel empezó a hacerlo instintivamente y la mujer que la ayudaba se preparó para el final.
—¡No grites! No ayuda nada.
—¡No puedo! —sollozaba Isabel mientras unas lágrimas rebeldes se escapaban por su rostro. 
—¡Ya verás como sí puedes! ¡Siempre has sido una valiente! ¡Ánimo! Empuja cuando te llegue el dolor, de manera continua, concentrando toda tu energía en ello. Cuanto mejor lo hagas antes acabará el dolor.
—¡No puedo! ¡No puedo!
—Claro que sí. Mira, ahí viene. ¡Empuja!
La partera alentaba a Isabel y ella se aplicaba todo lo que sus exiguas fuerzas le dejaban. Cuando ya creía que era imposible sobrevivir a aquella tortura, una frase de la partera renovó su energía.
—¡Estoy viendo la cabeza!
—¿De verdad? —preguntó ella entre gemidos.
—Cuando vuelvas a sentir el dolor empuja fuerte. Mucho más que hasta ahora.
Al poco hizo aparición uno de los hombros. Luisa metió los dedos entre la axila del niño y esperó a que la siguiente contracción contribuyera a sacar el otro hombro. Cuando llegó ese instante agarró el pequeño cuerpo firmemente y dio un suave tirón. El diminuto ser se deslizó sin dificultad alguna y Ricardo e Isabel, expectantes, escucharon las palabras de la partera.
—¡Es una niña! 


Mayte Esteban
Brianda, El origen del medallón.
Capítulo 1