viernes, 20 de marzo de 2015

ENREDADOS



Me regañan porque paso demasiado tiempo en el mundo virtual. Contando las horas que trabajo, las que procuro dormir (aunque lo consiga solo a veces), las que empleo en cocinar, limpiar, planchar, tender la ropa y escribir… tampoco son tantas. Parecen más de las que son porque las redes sociales se quedan abiertas en el móvil, para permitirme limpiar las notificaciones cuando la rutina me regala un hueco.

Lo que he descubierto es que son necesarias para mí.

Una de las lecciones más dolorosas que he tenido que aprender, desde que me dedico a escribir de una manera más o menos constante, es que hay muy pocas personas a mi alrededor a las que les pueda hablar con total libertad de esto. El resto se ha encargado, a veces de manera sutil y otras no tanto (nada), de dejarme claro que es un tema que no les interesa, así que yo, que soy muy educada, procuro mencionarlo lo menos posible.

Cuando gano premios.

A veces ni siquiera les digo que publico libros nuevos.

Al principio me parecía injusto y absurdo. Preguntamos una y mil veces a alguien accidentado qué le ha pasado, y después cada día le volvemos a torturar preguntándole qué tal lo lleva. Como si fuera agradable recordar el porrazo que te diste escaleras abajo o lo mal que lo pasas cada noche no sabiendo cómo colocar la pierna herida en la cama. Sin embargo, cuando se trata de algo bueno, de buenas noticias, de progresos… entonces llega alguien (quien menos te lo esperas, alguien muy cercano) y te reprocha que no sepas hablar de otra cosa.

Flipas, claro. Ellos hablan de sus trabajos y tú escuchas con atención, y esto, de alguna manera, es trabajo también. Y es importante para ti, no entiendes que no se pueda hablar de ello. Es como prohibir a una nueva mamá hablar de su criatura. Anda que no lo hacen (hacemos)...

Pero te quedas callado, porque comprendes a la perfección que esa sido la última vez que vas a mencionar el tema. Al menos no volverás a hacerlo hasta que te den un premio importante (y cuando te dan alguno aún te lo sigues pensando).

Sin embargo, aunque racionalmente lo sepas, aunque te hayas convencido de que es lo mejor, en ti queda un hueco, esa necesidad de compartir lo que te está sucediendo, y es ahí donde entran las redes. Un mundo irreal donde hay gente a la que no le importa que lo cuentes. Y si le importa, con eliminarte de sus notificaciones listo, ni te enterarás de que estás hablando solo con un poco de suerte.

Poner un post en Facebook o un tuit suponen poder “hablar” de alguna manera. He llegado a la conclusión de que la mayoría de las veces me da lo mismo la hipotética respuesta, lo que necesito es soltar la alegría o la frustración de alguna manera, que mi cerebro procese que ya se lo he contado a alguien, que lo he compartido. Y seguir adelante.

Es verdad que hay muchas cosas que no se pueden poner en los muros, sobre todo porque a veces se hacen interpretaciones peregrinas de tus palabras (que me lo digan a mí), pero en este mundo virtual he encontrado alguna persona que está viviendo lo mismo que yo. Incluso alguna con las mismas necesidades que yo. Cubren el vacío de conversaciones. Suponen sacar de dentro todo esto para no acabar como una cabra.


Probablemente me he enredado en la red, pero creo que el estrés de guardártelo todo era muchísimo peor.