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martes, 19 de julio de 2011

LA ANÉCDOTA DE QUEVEDO

Supongo que a vosotros, lectores voraces, no tengo que explicaros que Don Francisco de Quevedo fue uno de los escritores más brillantes del Siglo de Oro español. Desde mi punto de vista, nada objetivo, el mejor. Hay quienes opinarán que Góngora, cultivador del culteranismo, era bastante mejor que este genio del conceptismo, pero qué queréis, de siempre he preferido la inteligencia a las florituras.

Pero no voy a hablar de literatura sino de juegos de palabras, de esos a los que era tan dado este escritor. Lo leí en un libro que editó El País Aguilar hace ya algunos años, llamado El Capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte y la España del Siglo de Oro y es una de mis anécdotas favoritas para ilustrar la brillantez de pensamiento de este hombre, que practicaba el humor con mala leche mucho antes de que se inventara ningún club de la comedia.

Cuentan que en el XVII, momento en el que las medidas de higiene de las ciudades españolas (como las del resto del mundo, no nos engañemos) eran inexistentes. La gente meaba en cualquier lugar, eligiendo casi siempre rincones entre edificios o portadas de las casas. Como medida disuasoria, algunos vecinos colocaban hornacinas con santos y cruces, y como el respeto que se tenía en esos momentos a la religión era casi reverencial (bueno, y sin casi, que por esas calles andaban los Inquisidores…) la gente evitaba vaciar la vejiga en esos lugares. Quevedo, muy dado a transgredir normas, orinaba siempre en el mismo lugar, el portalón de acceso a una casa. Los dueños, hartos, pusieron una cruz pero ni eso disuadió al literato, así que a la cruz le añadieron un cartel con las siguientes palabras:

"Donde se ponen cruces, no se mea"

De vuelta al lugar, en otro momento de "necesidad", Quevedo no se cortó un pelo, y cual si fuera mensaje de Twitter, breve, conciso y certero escribió debajo:

"Donde se mea, no se ponen cruces".

En fin…