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lunes, 19 de diciembre de 2011

AL SALIR DE LA NIEBLA

Tengo ya muchos años y he decidido morir. Mi alma lleva tiempo gritándome que la libere de este cuerpo caduco en el que está atrapada y, finalmente, he encontrado la manera. No ha sido sencillo, nada de eso. Estoy sorda, cegada por unas espesas cataratas y apenas tengo movilidad, así que debía idear algo sin comprometer a nadie. Nada de venenos, ni firmes cuerdas colgadas de una viga. No cabía la posibilidad de saltar por la ventana o lanzarme por las escaleras, mis piernas y mis fuerzas no me lo permiten. Al fin, he hallado el modo de escapar de mí misma. Era tan fácil que casi me avergüenzo de haber tardado tanto. Supongo que hay que achacarlo a la torpeza de mi cerebro, que ya no es lo que era. Ciento dos. ¿Quién se imaginaba que podría vivir tanto?

Abro los ojos y estudio la niebla. No veo otra cosa desde hace casi diez años, pero he aprendido a distinguir los matices de la nada. Si se acerca al blanco es de día y de noche si los tonos son naranjas o amarillos. No oigo apenas, pero el rumor de la televisión, el tráfico y las pisadas de los vecinos se mezclan en un barullo que casi siempre me molesta, así que también por ahí intuyo en qué momento me encuentro. Ahora es de día. Un día radiante porque la luminosidad me obliga a cerrar de nuevo los ojos. Me molesta. Ojala fuera tan sencillo dejar de escuchar. ¡Si al menos oyera algo claro…! Sólo me llegan fragmentos de palabras, ruido de un mundo que va perdiendo su forma en mi memoria. Noto una mano en mi brazo derecho y el rumor de una conversación. Me ha parecido oír mi nombre. No contesto. No sé si no puedo o, en realidad, es que no me apetece. No sé qué quieren ahora. A lo mejor me han visto abrir los ojos y han pensado que me puede hacer falta algo. No entienden que ya todo es inútil. Hace días que me he negado a comer o beber. Siento la debilidad que me produce no alimentar mi cáscara y, a la vez, el placer inmenso de tener, de nuevo, el control de mi vida. Aunque sea para perderla.

El agua ha resbalado por la barbilla y se ha metido por mi camisón. Agua fresca que me despierta y me conduce a un rincón de la memoria. Risas de niños y chapoteos en el agua del río. ¿El Tajuña? No me acuerdo, pero ya no importa. Era un río y yo una niña feliz. Niña con ilusiones, mucha vida por delante. Más de la que, entonces, podría alcanzar a soñar. Sonrío. Allí está Tomás, con su cara redonda y sus modales bruscos, tratando de molestar. Muchos años después descubro otras intenciones. Tomás, ya hombre, y su extraña manera de pedirme que fuera su novia.

- ¿No le importaría, señorita, que yo la frecuente?

A veces hacía falta un diccionario para entenderle. Cuando se ponía serio, porque el resto del tiempo era transparente: dulce, simplón, generoso, honesto… Tomás me coge de la mano y me arrastra al centro del baile. No deja de mirarme durante la pieza. Veo. Me pierdo en sus ojos verdes, acaricio la piel de sus brazos tostada por el sol campesino. ¡Cuánta felicidad concentrada en un momento! Me descubro soñando con unos hijos de ojos verdes y sonrisa traviesa. Los dibujo en mi mente, les pongo nombre y les invento un futuro grande. Y, de repente, todo explota.

No quiero recordar aquello. Esta noche no. Ya he llorado muchas noches de mi vida por esa otra que me arrebataron. Tomás. Mi Tomás. Tan alegre. No veía el peligro. No me escucha cuando le grito que no vaya.

- No es tu guerra, ¡tú qué sabes de política! Déjales que se las arreglen solos.

- Esta guerra es de todos. No podemos dejar las cosas como están. ¿Qué futuro les daremos a nuestros hijos si no afrontamos la realidad?

Rebotan las palabras en mi mente. Hijos. Nunca hubo hijos. Tomás no vuelve. Ni siquiera su cuerpo inerte para devolverlo a la tierra. El tiempo pasa y me marcho. Madrid. Grande, nuevo, una oportunidad de empezar otra vez. Pero no estás, Tomás. Repaso el rostro de todos los extraños que me cruzo y ninguno es el tuyo. No puedo encontrar tus ojos por más que busque. Mitigo la tristeza oyendo música. Liszt, no sé por qué, me gusta. Me tranquiliza. Suspiro.

Alguien baja la persiana. He oído un ruido que, a base de repetirse, reconozco. Se mezcla con un barullo de voces, puede que tenga visita. Noto una mejilla sobre mi rostro y el instinto hace que me vuelva y estampe un beso. No sé a quién. Tal vez a mi Tomás. Más caricias, de esas que extrañé tanto. Alguien que me quiere está aquí, pero sus nombres se han borrado. Lo que no se ha perdido es el ruido de las bombas.

- ¿Eres la novia de Tomás Agüero?

- Sí, ¿qué pasa? – el recuerdo es tan nítido que siento que me tiemblan las piernas, aunque estoy tumbada y de estas palabras hace ya una vida.

- Una bomba cayó sobre el camión en el que iba. Ha muerto, igual que todos sus compañeros.

Una bomba para él. La mía es distinta. Me veo dentro del refugio. Niños llorando y madres que tratan de ahuyentar el miedo apretándolos contra su pecho. Sirenas que avisan de lo inevitable. Un silbido y el mayor estruendo que recuerdo para, después de soportar un pitido desquiciante, sumirme en el silencio. Estoy viva, eso es lo que importa, dice mi madre, lo leo en sus labios. Yo no estoy segura. Estoy mutilada. Me falta un sentido, el oído, y el sentido de mi vida: Tomás. Dos mutilaciones aunque tenga brazos y piernas. Sigo respirando y no me opongo a que, cuando nos recuperemos de esta desgraciada guerra, busquen una solución a mi sordera.

- Lo que quiera, madre.

Me incorporan para intentarlo de nuevo, quieren darme agua. No colaboro, cierro la boca y aprieto los labios para que la vida no se cuele dentro de nuevo. Necesito que me dejen tranquila pero no sé cómo decírselo. Vuelvo a estar tumbada, no me molesto en abrir los ojos. Sigo recordando. Otros momentos que casi se parecen a la felicidad. Un audífono me devuelve, con sonido metálico, la voz de mi madre. Oigo a padre, a mis sobrinos, la voz de mi hermano que se burla de la pinta que tengo. La vida, mi vida, empieza de nuevo. Pasan muchos años, pero en los recuerdos los recorro en segundos.

- Tengo demasiados años para estas tonterías – le digo a Julián mientras me mira fijamente.

- Nadie es viejo para enamorarse.

A lo mejor Julián lleva razón, pero me cuesta creerle. Madre murió cuando tenía un año menos que yo. Soy mayor y él no es Tomás. Insiste y, al final, lo consigue. Me estoy casando. La iglesia me parece hoy más hermosa, veo las sonrisas de los invitados y me contagio de su felicidad. Es una enfermedad que me dura mucho, hasta que Julián se marcha. Sus cuentas con la vida las salda en cinco minutos. Un infarto y me despierto de ese sueño. Ya soy vieja, estoy sola y puede que pronto me marche con él. Me consuela la idea.

Ha venido alguien más a besarme. Insisten en su empeño ridículo de mantenerme atada a una vida que hace mucho que ya no me interesa. Hace más de treinta años que perdí a Julián, mucho tiempo para una espera. Me veo sentada en una silla, en un sofá, frente a una mesa camilla, enfrascada en un libro hasta que la niebla se apodera de mí. ¡Qué largo el camino desde entonces!

No puedo hablar. Trato de explicarles, de hacerles entender, pero es imposible. ¡Estoy tan cansada!

Una música suave inunda mi mente. Franz Liszt. Sonrió. Las notas de Sueños de Amor suenan claras, sin eco, igual que en aquel tiempo en el que todavía oía. Veo un paisaje, la ribera de un río que hace rato que fluye por mi memoria. Y allí está Tomás, esperándome. Pero no está solo. A su lado, con una sonrisa, Julián me tiende una mano. No puedo elegir; igual que una madre no puede elegir entre sus hijos yo no puedo decidirme por ninguno. Los quiero a los dos. Si tengo dos manos, dos ojos, dos orejas, dos piernas sobre las que camino, puedo tenerlos a los dos, me digo.

- Te esperado mucho tiempo – me sonríe Julián.

- Para mí ha sido casi una eternidad – la voz de Tomás llega clara, nítida. ¡Es casi un niño!

Me agarran cada uno de una mano y al salir de la niebla entre la que vivía me veo joven, ligera, hermosa. Caminamos, no me importa dónde y, sin saber por qué me suelto, levanto mis manos y hago un gesto de despedida, aunque no sé a quién. Escucho otras palabras, esta vez lejanas, que anuncian la hora de mi muerte. Por fin, soy libre.

Esta historia es real, la historia de María. Murió hace un año, a los 102 cuando, cansada, cerró la boca y se dejó arrastrar al otro lado.

Algunos datos los he cambiado un poco en beneficio de la ficción (y porque tampoco estaba segura de la verdad)