Observo
pasmada la evolución de las noticias, la cara de bobo del “pequeño Nicolás” y
me pregunto cómo ha sido capaz de metérsela doblada a tanta gente sin que nadie se
preguntase si era cierta o no la historia que vendía de sí mismo. Me
desconcierta, y mucho, que haya sido capaz de colarse en eventos de máxima
seguridad, con lo complicado que tiene que ser, y en medio de mi desconcierto
me acuerdo de una escena de una de las novelas que he escrito.
En ella, una
simple camarera finge ser otra persona y logra hacerse pasar por alguien que no
es en un evento vetado para quien no tiene un currículum fiable. Se salta todas
las medidas de seguridad sin pestañear y mi personaje se pregunta qué clase de tarados son
que dan por ciertas la sarta de mentiras que ha ido dejando regadas para lograr
su objetivo.
Confieso que
mientras estaba redactando esa parte de la novela me preocupaba, y mucho, que
los lectores se me echaran encima con la falta de verosimilitud.
Hasta que
apareció Nicolás.
Entonces,
cuando constato que la realidad supera en absurda a la ficción, que es más ficticia que la propia realidad, cuando me doy
cuenta de que en mi historia aún es más factible que suceda lo que sucede que
en la suya, respiro aliviada.
Gracias, muchachote.
Acabas de
dejar a mi personaje como a una aficionada del engaño. Me acabas de dar la
coartada perfecta para rebatir los ataques (bueno, no suelo rebatirlos, pero sí
tomarlos en cuenta para próximas ocasiones) que intuía que podrían llegar en mi
exceso de imaginación.
Otra vez,
como pasa casi siempre, la realidad ha superado a la ficción.
Aunque en el
resto del mundo se estén descojonando de risa.