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lunes, 24 de diciembre de 2018
NO ES UNA NOVELA, ES UN GRANO EN EL CULO.
Dentro de ese cuaderno hay 38 capítulos de una novela, diseccionados al milímetro. En mi portátil están esos 38 capítulos desarrollados.
Es una novela bonita.
Fluye, entretiene, a ratos emociona y otros hace pensar. No será candidata a un premio nunca, porque yo no escribo tan bien, pero lo que está escrito no es un horror. Aunque dudo mucho que la termine.
Cada vez que la retomo, pasa algo que me bloquea y me impide llegar a ese final que tengo claro.
Reviso. Releeo. Pienso y le doy vueltas mientras paseo, y al final de la revisión he avanzado un capítulo, o dos. He modificado un hilo de la trama. He fulminado un montón de frases y he añadido otras. Me han salido personajes y a alguno me lo he cargado. Incluso, en mi desesperación, he escrito dos novelas en medio, frustrada porque no encuentro el camino.
A veces pienso en borrarla entera, pero soy cabezota. No quiero rendirme. No quiero darle el poder de vencerme. No quiero reconocerle que es un grano en el culo.
Esa novela está ahí.
A lo mejor nunca sale...
martes, 18 de diciembre de 2018
LA HABITACIÓN 322
Este relato formó parte de una antología. |
Llegó a la recepción del hotel
dos minutos después de las cuatro. El tren había sufrido un retraso y encontrar
un taxi anuló el tiempo extra que había calculado para no ser impuntual. Odiaba
que la esperasen. Las puertas correderas
se abrieron a su paso y enfiló hacia el mostrador sin fijarse en las personas
que ocupaban la amplia sala de acceso al hotel. La mano que retuvo su brazo le
provocó un cosquilleo. Ya sabía a quién pertenecía.
—Puntual
—dijo la voz de hombre que jamás había escuchado.
—Veo
que tú lo has sido aún más.
—No,
yo he llegado con demasiado tiempo. Eso no es ser puntual.
Empujó la maleta y le hizo un
gesto para que se dirigiera al ascensor. Él se había ocupado del registro y en
su mano portaba la tarjeta de acceso a la habitación 322. Ella se dejó conducir
con una calma que era solo aparente. Cuando las puertas del ascensor se
cerraron, él lanzó una pregunta:
—El
viaje, ¿bien?
—Sí,
todo perfecto.
Apoyó la espalda en uno de los
laterales del ascensor, intentando deshacerse de los nervios que atenazaban su
garganta. La proximidad de aquel hombre al que no había visto hasta hacía un
momento, el leve gesto de cogerle el brazo había arrasado con su aplomo.
—¿A
nadie le ha parecido mal que desaparezcas un fin de semana?
—Dijimos
que no habría preguntas personales, ¿lo recuerdas? No preguntes.
No fue seca ni cortante, fue
clara. Desde el principio el pacto había sido ese, no preguntar nada, no querer
saber más allá de lo que quisiera contar.
El pasillo se le hizo eterno y breve
a la vez. Quería llegar cuanto antes a la habitación, esconderse de los ojos
que eventualmente pudieran estar observándola. Aunque estaba segura de que
nadie la conocía se sentía vulnerable. Por otro lado quería prolongar ese
momento porque sabía que, una vez que atravesase la puerta, no podría dar
marcha atrás. Más nervios se sumaron a los que ya la acompañaban aunque no
había una sola duda.
El mecanismo de la puerta
funcionó a la primera, la luz verde al lado del picaporte indicó que el acceso
estaba libre y respiró. Cuando él cerró suavemente y dejó la maleta en el suelo
sus miradas se encontraron. Había llegado el momento de comprobar si sería
capaz de seguir adelante.
—¿Estás
bien? —preguntó él.
Ella agarró su mano izquierda y
la posó con suavidad en su pecho para que viera que el corazón le latía con una
fuerza desbocada. Él hizo lo mismo y comprobaron que ambos se encontraban en la
misma tesitura. Se quedaron así unos instantes, sintiendo. Él fue quien primero
reaccionó. El tiempo que tenían era escaso, no podían perderlo en evaluarse
porque además corrían el riesgo de que uno de ellos, o los dos, pensara que era
una locura y acabase atravesando la puerta en dirección a la salida.
Ella retiró su mano y abrió la
maleta.
Puso un sobre en la mesilla de
la derecha y otro, más abultado, en la de la izquierda. Se movió despacio por
la habitación, sacando prendas y colocándolas con calma en el armario. Reservó encima
de la cama el camisón de seda. Lentamente se deshizo de sus ropas, mientras él
no dejaba de observarla fascinado, sentado en el único sillón de la estancia. Se
lo puso sobre su cuerpo desnudo. Después, cuando un vistazo rápido le confirmó
que todo estaba como había planeado, abrió las sábanas y se tumbó con el rostro
vuelto hacia la ventana.
—Cuando
quieras.
Él
esperó a que ella cerrase los ojos. Miró el perfil de su cuello y guardó la imagen en su retina, una foto imaginaria en la que recrearse cuando ya no estuviera. El disparo
apenas sonó, amortiguado por el silenciador del arma. Permaneció unos instantes
observándola, intentando entender por qué alguien toma la decisión de que
acaben con su vida. En uno de los sobres estaba la respuesta, pero no era para
él. Dudo un instante si abrirlo.
Cogió el otro, el suyo, y se
marchó de la habitación.
Unas horas después, una
desconcertada camarera de pisos se llevó el susto de su vida.
Mayte Esteban
Segovia, julio de 2014.
jueves, 13 de diciembre de 2018
UN ABRAZO
Un instante que se prolonga más allá de la simple cortesía.
Mucho más.
Infinitamente más.
Ninguno de los dos afloja la presión, como si con ese gesto pudieran recuperar el tiempo que lleva aplazado.
No se mecen, se quedan quietos saboreando la sensación de, al fin, plegar la distancia hasta hacerla ninguna. Después, con lentitud, se separan y se miran, apoyados en sus frentes.
Un dedo recorre el perfil de una mejilla. Otro recoge un mechón de pelo detrás de la oreja. Unos ojos hablan de sentimientos que nunca salieron de su boca. Los otros suplican que no se atreva a ponerlos en el aire. Se romperá el hechizo. Se desvanecerá la magia enredada en la realidad, se complicarán las cosas, se desanudarán los lazos invisibles de esa complicidad que se ha ido haciendo infinita.
No quiere.
La necesita para seguir sintiendo la vida correr por las venas, para convencerse cada mañana de que hay que levantarse y enfrentar el día. Solo lo hace porque sabe que se tocarán sin rozarse, se escucharán sin oírse, se besarán sin usar las bocas y dibujarán sueños con retazos de canciones, con medias palabras que a veces son más grandes que algunas completas. Si ha aceptado ese abrazo es porque le ha prometido que solo será eso.
Un abrazo.
Mucho más.
Infinitamente más.
Ninguno de los dos afloja la presión, como si con ese gesto pudieran recuperar el tiempo que lleva aplazado.
No se mecen, se quedan quietos saboreando la sensación de, al fin, plegar la distancia hasta hacerla ninguna. Después, con lentitud, se separan y se miran, apoyados en sus frentes.
Un dedo recorre el perfil de una mejilla. Otro recoge un mechón de pelo detrás de la oreja. Unos ojos hablan de sentimientos que nunca salieron de su boca. Los otros suplican que no se atreva a ponerlos en el aire. Se romperá el hechizo. Se desvanecerá la magia enredada en la realidad, se complicarán las cosas, se desanudarán los lazos invisibles de esa complicidad que se ha ido haciendo infinita.
No quiere.
La necesita para seguir sintiendo la vida correr por las venas, para convencerse cada mañana de que hay que levantarse y enfrentar el día. Solo lo hace porque sabe que se tocarán sin rozarse, se escucharán sin oírse, se besarán sin usar las bocas y dibujarán sueños con retazos de canciones, con medias palabras que a veces son más grandes que algunas completas. Si ha aceptado ese abrazo es porque le ha prometido que solo será eso.
Un abrazo.