Y de pronto, estudiando, recuerdas el principio, cuando empezaste a escribir, esos primeros intentos adolescentes que, vaya usted a saber por qué, tenían forma de teatro. Y descubres por qué estás disfrutando tanto al convertir una de tus novelas en un guion (una novela, por cierto, que nació siendo un texto para teatro que me dio por reconvertir en narrativa).
Estás estudiando y sonríes, porque de alguna parte tienen que haber salido esos personajes imperfectos que perfila tu cabeza. Quizá ya lo sabías, pero tal vez lo habías arrinconado tanto que se te había olvidado.
Es José Luis Alonso de Santos. Reúne en su persona tres aspectos básicos que marcaron su éxito en los últimos años del XX: es un hombre de teatro que escribe pensando en el espectador, sabiendo lo que espera, trata temas de la realidad cotidiana de su época y usa para contar sus historias el humor, a pesar de que en el trasfondo de las mismas haya mucha crudeza.
¿Te suena? Un poco...
Con un enfoque humorístico, crítico y tierno a la vez, nos lleva de la mano por temas sociales que eran dramas, pero que el presenta de modo que hasta nos reímos.
Siempre hay que reírse, hasta cuando todo está más que negro.
Sus personajes son limitados y contradictorios: sufren entre una realidad que no les gusta y el deseo de dejarla atrás. En lugar de héroes son antihéroes. Cuando acaban las obras no han resuelto sus problemas muchas veces, no han logrado sus objetivos, que se quedan pendientes y flotando en el ambiente, pero en cada minuto de la representación esos problemas se han tratado con un humor agridulce.
Y el espectador sonríe.
Sus temas sí son novedosos en el momento: las drogas, el desencanto, y sus personajes son perdedores encantadores, fracasados que se expresan con un lenguaje urbano y callejero.
Los finales, amargos, no restan un ápice de interés a esas historias que nos cuenta.
En su teatro destacan dos obras de los 80, que fueron un éxito y que están consideradas como crónicas del Madrid de la época, La estanquera de Vallecas (1981) y Bajarse al moro (1985) y también después, algún monólogo como Un hombre con suerte (2004), protagonizada por un antihéroe que evoca su pasado de actor.
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