Todos vivimos momentos en los que la vida nos empuja a un túnel oscuro. El modo de abordar ese camino tiene que ver con muchos factores: la edad, las experiencias vitales, lo que queda por vivir y lo que has ido dejando atrás...
En mi vida hay tres túneles.
Al primero me enfrenté con el desconcierto de unos dieciocho años recién cumplidos, pero tuve la inmensa fortuna de encontrar en él una mano que, además, llevaba una linterna encendida. Me agarró con fuerza y me acompañó cada uno de los días de ese año largo que tardé en atravesarlo. Me fue poniendo libros en las manos y sonrisas cada día para que viera que, como digo en Aunque te cueste la vida, "la vida despeja". Los túneles se acaban y sales. El día que acabó, había un sol radiante al otro lado, tan fuerte que hasta casi deslumbraba y había ganas, muchas, de empezar ese camino en el que ya no hacía frío.
El segundo túnel lo hice a solas y sin linterna. Pensaba, ilusa de mí, que estaba en un momento vital en el que los vínculos afectivos eran tan poderosos que no podían fallar. Pero fallaron estrepitosamente y tocó transitar durante otro año a ciegas. Tanteando las paredes y tragándome las ganas de gritar. Sin luz. Llené mi agenda hasta que reventaba, porque pensé que era lo único que podría acelerar el tiempo e impedir que toda esa oscuridad me engullera.
Lo conseguí. Salí de allí. Al otro lado había sueños por cumplir, los más grandes que me he permitido tener, pero el sol no brillaba como la otra vez. Es más, un vientecillo incómodo me despeinaba a cada rato y hacía necesaria una chaqueta que no encontraba. Me fui poniendo abrigos, pero ninguno era de mi talla y acabé dejándolos abandonados y acostumbrándome al frío.
Me hubiera quedado para siempre ahí, con mi agenda a medio cubrir y las nubes sobre mi cabeza. Hubiera dado todo porque no hubiera otro túnel en el camino.
Pero dicen que no hay dos sin tres, así que, hace unos meses, cuando menos lo esperaba, me encontré con que me engullía la oscuridad de otro de esos túneles. En este no hay nadie con una linterna y ni siquiera tengo agenda que rellenar. Lo he intentado con mis libretas, he buscado a mi alrededor a ver qué podía hacer para que ese frío y esa oscuridad que hay dentro no se me metieran en los huesos, y solo he encontrado una caja de cerillas.
Menos es nada, pensé.
El problema es que solo había dos.
La primera, después de prepararme bien para que prendiera y me diera tiempo para buscar algo que encender que me ayudase a encontrar una luz para caminar, se apagó sin conseguirlo. Encendió segura, pero no había vela, ni piña, ni madero donde la llama pudiera agarrarse y se desvaneció. Aun así, el tiempo en el que dio luz, lo agradecí. Siempre está bien un poco de luz cuando está tan oscuro.
La segunda cerilla la saqué de la caja hace un par de días. Pensé que quizá había un montoncito de leña cerca y podría encenderlo para buscar algo que hiciera de antorcha. La cerilla chisporroteó un segundo, lanzó un pequeño destello y enseguida me di cuenta de que no había prendido. El rastro del fósforo quemado se había quedado como algo desagradable en mi nariz y encima me sentí culpable porque había sido yo quien lo había provocado. La miré, por si tenía que tirarla, pero aún quedaba la posibilidad de un segundo intento.
Lo hice, claro, el olor ya estaba ahí, no había mucho más que perder.
La cerilla se partió. Me la quedé mirando como se mira a las oportunidades perdidas, a los deseos rotos, a los sueños que se hacen pedazos. A un vaso de agua vacío mientras te estás muriendo de sed.
Así que ahora, sin fósforo y sin led, el túnel sigue ahí. El olor se está disipando, pero queda la humedad de las paredes y un camino incierto que no sé cuánto durará. No sé si habrá respiraderos por el camino, si tendré que aferrarme a ese "un día detrás de otro" o, más bien "una hora detrás de otra".
No sé qué hay al otro lado, no sé si quedará la posibilidad de un sol brillante o unas nubes que solo amenazan.
Cualquier cosa sería mejor que vivir sin luz.