4 de junio de 2009
La sede segoviana de Cultura está en la Plaza de la Merced. Seguro que la recuerdas, está muy cerca de la catedral y desemboca en la calle Daoiz que, cuesta abajo, conduce hasta el Alcázar.
En esa plaza se encuentra el primer jardín público que se construyó dentro del recinto amurallado de la ciudad, allá por el XIX, así que imagino que alguna vez te sentaste bajo sus árboles en algún banco, a descansar tus doloridos pies y a disfrutar de las tardes primaverales que tan bonitas son en Segovia. Yo imaginó que en ella soñaste versos, de esos que a veces, cuando no encontrabas papel, te escribías en el puño de la camisa.
Soy de imaginación poderosa, pero eso ya lo sabes, hemos compartido conversaciones imaginarias toda la vida.
No estoy segura de que en tu tiempo la plaza se llamase así, quizá por entonces era Alfonso XII. Ya sabes que los políticos, según vengan los aires, le van cambiando el nombre a los lugares, jugando con nuestra memoria. En cualquier caso, seguro que recuerdas el jardín y que allí estaba el antiguo convento de los mercedarios. Aunque a lo mejor no sabes que, en el centro de ella, desde los setenta, hay una escultura de tu buen amigo Rubén Darío.
Sé que estuviste alguna vez en ella, aunque nadie me lo haya contado, porque vivías a dos pasos. Según encaras esa cuesta abajo desde la Plaza Mayor, por la calle Marqués del Arco, la primera calle a la derecha es la calle de los Desamparados. Tu calle. En la que está esa pensión que cuando tú viviste en Segovia regentaba Luisa Torrego y que se convirtió en tu hogar.
La que hoy es tu Casa Museo.
Después de hacer los trámites con el libro en cultura ese 4 de junio, te hice una visita.
En el jardín, rodeado de rosales, hiedras y césped, me recibió tu busto, el que te dedicó con admiración y respeto Emiliano Barral en 1920, que captó tu aire ausente y tu gesto de hombre bueno. Una copia, el original no he averiguado dónde lo tienen, pero no quiero buscarlo. Tal vez un día lo encuentre en cualquier viaje y no me quiero perder la emoción del descubrimiento. Porque me emocionaré, poeta, la belleza provoca en mí un sentimiento tan poderoso que soy incapaz de controlar.
Ese día entré en la casa, hice la visita como si fuera una turista, pasé mis dedos por la mesa del comedor —idéntica a la mesa de mi casa de Turégano—, y al rebasar por una cómoda antigua y desportillada apoyada en la pared, vi el libro de firmas para los visitantes.
No sé de dónde saqué la osadía de agarrar el bolígrafo y escribirte mis planes.
No sé por qué lo hice, supongo que si tuviera fe estaría pidiendo tu bendición para lo que quería emprender en adelante. Para escribir, para atreverme a ser lo que soñaba, aunque no tuviera nada más que mis palabras y mi tesón para salir adelante. Ni padrinos, ni contactos, ni puñetera idea de por dónde empezar.
Le estaba pidiendo permiso a mi maestro, como la alumna aplicada que siempre fui.
Dejé mi firma.
Dejé una promesa.
Y al volver a pasar por el busto que está en el patio, justo al lado de la cancela, creo que me sonreíste.
Puede que no, puede que también lo imaginase.
(Seguirá)
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