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lunes, 12 de diciembre de 2016

AMBIENTANDO




Hace  poco, en un muro de Facebook preguntaban si nos gustaban más las novelas ambientadas en el extranjero o aquí. Me paré un momento a pensar en lo que escribo y encontré en todas las novelas un denominador común: las mías suceden, casi por completo, en entornos cercanos.

¿Me gustan las historias ambientadas lejos? Sí, no tengo problema. Me transportan y disfruto con ellas.

¿Por qué, entonces, no lo hago yo? La respuesta me la dio el libro de literatura con el que trabajo todos los días. Mis lecturas obligatorias, las que repito año tras año, están todas ambientadas aquí. Lo están porque la literatura es también un reflejo de la sociedad, una especie de registro de costumbres, de época, de comportamientos que van mutando a lo largo del tiempo. Los libros que se quedan en nuestra literatura son muy nuestros y empiezan siéndolo porque transcurren aquí. Porque reflejan cómo fuimos, cómo hablábamos, cómo sentíamos en cada momento de la historia.

La colmena, de Cela.
Los santos inocentes, de Delibes.
La Celestina, de Fernando de Rojas.
La Regenta, de Clarín.

Y así podría pasarme un buen rato.

Somos también lo que leemos, y yo leo, en gran medida, libros ambientados aquí. En distintas épocas, con los que acabo sabiendo más de cómo éramos que con los de historia, que se centran en hechos destacados (bélicos la mayoría), pero que a veces pasan de puntillas sobre la sociedad, las costumbres, la mentalidad de cada momento. Para mí no son tostones, porque de ellos aprendo en cada lectura y, sobre todo, frenan que pueda soltar barbaridades, como alguna que he escuchado hace poco. (Ya la conté, así que no insisto).

Ambientar en entornos próximos, tiene una ventaja. Los conoces. Esta perogrullada es más importante de lo que parece a simple vista. Supone que si cuentas algo lo hagas con conocimiento de causa. Nada más estúpido que encontrarte con que un personaje que se mueve en Estados Unidos, por poner un ejemplo, al lector le da la constante sensación de que está en Ciudad Real. O ver un sistema sanitario calcado al nuestro cuando, en ese país sin ir más lejos, funciona de otro modo completamente diferente. No digo que no se pueda hacer, claro que sí, para eso está la fase de documentación, pero el riesgo de meter la pata es tan alto que creo que lo descarto de manera inconsciente. Una de mis alumnas de narrativa, de origen francés (esto lo deduzco por su nombre y por su acento, aunque se me ha olvidado preguntarle si es de allí), me contó que había leído una novela que mencionaba el Museo  d'Orsay en una época en la que era estación y no pinacoteca. Lo recordaba a la perfección porque había cogido ella misma un tren allí, no tenía que acudir a hemerotecas. El libro se le desmontó en las manos en ese mismo instante.

¿Veis el riesgo?

Y, ojo, lo he corrido varias veces. Me he equivocado como todo el mundo, que para eso soy humana y tonta.

Nunca voy a ir a Nueva York. Eso es algo que a mi edad ya tengo asumido. Mi economía tendría que dar un viraje de dos millones de grados, o tendría que atracar un banco suizo, así que se me ocurrió que embarcarme en una historia que transcurriera en esa ciudad sería una manera de conocerla. Al fin y al cabo tenemos herramientas virtuales que te permiten pasear por las calles de casi cualquier lugar del mundo. Estuve unos meses entretenida, y os puedo decir que si me soltasen por Triveca me perdería menos que en Soria. Incluso sería capaz de encontrar un taller para que me reparasen el coche, pero la historia no funcionaba. Constantemente me encontraba escollos y la sensación de que no me sentía cómoda. Me resultaba todo lejano, por mucho que hubiera puesto los cinco sentidos en patearme el barrio de manera virtual y en aprender cómo funcionaban las bajas en el trabajo, por ejemplo. La historia se me agarrotaba, porque no podía casi respirar en ella sin tener la sensación de que me equivocaría en cualquier detalle de un momento a otro. Agarré a mis personajes y me los traje de vuelta.

El cambio fue espectacular. Empecé a disfrutar escribiendo. Se transformó, transformó mis ganas y fluyó como esperaba. Mejor incluso, porque casi la había dado por perdida.

Retomaré en ratos tontos la de Nueva York, no me rindo así como así, pero con calma, más por capricho que como el reto de obtener de ese texto una novela.

Hay otra de mis novelas en la que Roma tiene un papel importante. Es curioso, pero ahí no tuve los mismos problemas, quizá porque aunque tampoco haya ido a Roma, sé mucho más que de Nueva York. Porque las calles se parecen más a las de las ciudades que sí pateo y porque en ella mis personajes solo estaban de visita. Quizá ahí radicaba la enorme diferencia. No es lo mismo hacer turismo que vivir un lugar.

En la última, mis personajes eligen lugares poco novelescos para perderse. Nada de ciudades míticas, solo rincones que a mí me resultaron especiales. Cercanos. Conocidos en parte aunque en alguno no haya puesto un pie, pero no importa. Sé que Zamora y Segovia, por ejemplo, no son tan diferentes en lo esencial. Respiro el mismo cielo, vivo el mismo sol, me dejo mecer por unas costumbres que son las mías.

Y hay una más.

Atascada.

Arranca en Inglaterra en 1913. Necesitaba que fuera así para lo que quería contar, un acontecimiento importante durante la Primera Guerra Mundial, y en ella España fue neutral. Y, además, lo importante de mi historia aquí no sucedió del mismo modo que yo quería enfocarlo, así que no me quedaba más remedio. Llevo cien mil palabras y le faltan otras cien mil, y me está costando la vida seguir, porque creo que, aunque lo que quiero destacar también nos cambió aquí, de alguna manera lo siento lejano. Y esta vez no es porque no conozca Londres, o Inglaterra, puesto que pasé una temporada allí, pero es verdad que ese Londres que viví no tiene nada que ver con el que narro. Si no, yo tendría más de cien años y no es el caso.

Se quedará en la carpeta de imposibles, cien mil palabras después de empezarla.


O, quien sabe, un día a lo mejor dejo de tener miedo de equivocarme, me documento como se debe hacer y  la termino.