Hace poco, en un muro
de Facebook preguntaban si nos gustaban más las novelas ambientadas en el
extranjero o aquí. Me paré un momento a pensar en lo que escribo y encontré en
todas las novelas un denominador común: las mías suceden, casi por completo, en
entornos cercanos.
¿Me gustan las historias ambientadas lejos? Sí, no tengo
problema. Me transportan y disfruto con ellas.
¿Por qué, entonces, no lo hago yo? La respuesta me la dio el
libro de literatura con el que trabajo todos los días. Mis lecturas
obligatorias, las que repito año tras año, están todas ambientadas aquí. Lo
están porque la literatura es también un reflejo de la sociedad, una especie de
registro de costumbres, de época, de comportamientos que van mutando a lo largo
del tiempo. Los libros que se quedan en nuestra literatura son muy nuestros y
empiezan siéndolo porque transcurren aquí. Porque reflejan cómo fuimos, cómo
hablábamos, cómo sentíamos en cada momento de la historia.
La colmena, de Cela.
Los santos inocentes, de Delibes.
La Celestina, de Fernando de Rojas.
La Regenta, de Clarín.
Y así podría pasarme un buen rato.
Somos también lo que leemos, y yo leo, en gran medida,
libros ambientados aquí. En distintas épocas, con los que acabo sabiendo más de
cómo éramos que con los de historia, que se centran en hechos destacados
(bélicos la mayoría), pero que a veces pasan de puntillas sobre la sociedad,
las costumbres, la mentalidad de cada momento. Para mí no son tostones, porque
de ellos aprendo en cada lectura y, sobre todo, frenan que pueda soltar
barbaridades, como alguna que he escuchado hace poco. (Ya la conté, así que no
insisto).
Ambientar en entornos próximos, tiene una ventaja. Los
conoces. Esta perogrullada es más importante de lo que parece a simple vista.
Supone que si cuentas algo lo hagas con conocimiento de causa. Nada más
estúpido que encontrarte con que un personaje que se mueve en Estados Unidos, por
poner un ejemplo, al lector le da la constante sensación de que está en Ciudad
Real. O ver un sistema sanitario calcado al nuestro cuando, en ese país sin ir
más lejos, funciona de otro modo completamente diferente. No digo que no se
pueda hacer, claro que sí, para eso está la fase de documentación, pero el
riesgo de meter la pata es tan alto que creo que lo descarto de manera
inconsciente. Una de mis alumnas de narrativa, de origen francés (esto lo
deduzco por su nombre y por su acento, aunque se me ha olvidado preguntarle si
es de allí), me contó que había leído una novela que mencionaba el Museo d'Orsay en una época en la que era estación y
no pinacoteca. Lo recordaba a la perfección porque había cogido ella misma un
tren allí, no tenía que acudir a hemerotecas. El libro se le desmontó en las
manos en ese mismo instante.
¿Veis el riesgo?
Y, ojo, lo he corrido varias veces. Me he equivocado como
todo el mundo, que para eso soy humana y tonta.
Nunca voy a ir a Nueva York. Eso es algo que a mi edad ya tengo
asumido. Mi economía tendría que dar un viraje de dos millones de grados, o
tendría que atracar un banco suizo, así que se me ocurrió que embarcarme en una
historia que transcurriera en esa ciudad sería una manera de conocerla. Al fin
y al cabo tenemos herramientas virtuales que te permiten pasear por las calles
de casi cualquier lugar del mundo. Estuve unos meses entretenida, y os puedo
decir que si me soltasen por Triveca me perdería menos que en Soria. Incluso
sería capaz de encontrar un taller para que me reparasen el coche, pero la
historia no funcionaba. Constantemente me encontraba escollos y la sensación de
que no me sentía cómoda. Me resultaba todo lejano, por mucho que hubiera puesto
los cinco sentidos en patearme el barrio de manera virtual y en aprender cómo
funcionaban las bajas en el trabajo, por ejemplo. La historia se me agarrotaba,
porque no podía casi respirar en ella sin tener la sensación de que me
equivocaría en cualquier detalle de un momento a otro. Agarré a mis personajes
y me los traje de vuelta.
El cambio fue espectacular. Empecé a disfrutar escribiendo.
Se transformó, transformó mis ganas y fluyó como esperaba. Mejor incluso, porque
casi la había dado por perdida.
Retomaré en ratos tontos la de Nueva York, no me rindo así
como así, pero con calma, más por capricho que como el reto de obtener de ese
texto una novela.
Hay otra de mis novelas en la que Roma tiene un papel
importante. Es curioso, pero ahí no tuve los mismos problemas, quizá porque
aunque tampoco haya ido a Roma, sé mucho más que de Nueva York. Porque las
calles se parecen más a las de las ciudades que sí pateo y porque en ella mis
personajes solo estaban de visita. Quizá ahí radicaba la enorme diferencia. No
es lo mismo hacer turismo que vivir un lugar.
En la última, mis personajes eligen lugares poco novelescos
para perderse. Nada de ciudades míticas, solo rincones que a mí me resultaron
especiales. Cercanos. Conocidos en parte aunque en alguno no haya puesto un
pie, pero no importa. Sé que Zamora y Segovia, por ejemplo, no son tan
diferentes en lo esencial. Respiro el mismo cielo, vivo el mismo sol, me dejo
mecer por unas costumbres que son las mías.
Y hay una más.
Atascada.
Arranca en Inglaterra en 1913. Necesitaba que fuera así para
lo que quería contar, un acontecimiento importante durante la Primera Guerra
Mundial, y en ella España fue neutral. Y, además, lo importante de mi historia
aquí no sucedió del mismo modo que yo quería enfocarlo, así que no me quedaba
más remedio. Llevo cien mil palabras y le faltan otras cien mil, y me está
costando la vida seguir, porque creo que, aunque lo que quiero destacar también
nos cambió aquí, de alguna manera lo siento lejano. Y esta vez no es porque no
conozca Londres, o Inglaterra, puesto que pasé una temporada allí, pero es
verdad que ese Londres que viví no tiene nada que ver con el que narro. Si no,
yo tendría más de cien años y no es el caso.
Se quedará en la carpeta de imposibles, cien mil palabras
después de empezarla.
O, quien sabe, un día a lo mejor dejo de tener miedo de
equivocarme, me documento como se debe hacer y
la termino.