Hoy ha sido un día especial, un día en el que un premio ha marcado una muesca más en este juego literario del que no me gustaría despegarme nunca. De madrugada, con la resaca de una tarde increíble en la que había tanto a lo que atender que me era imposible llegar a todo, pienso.
En el camino.
En todos los pasos dados a lo largo de estos años, desde que decidí que al menos una vez en la vida se debe apostar por uno mismo.
En todas las alegrías que llevo, que dan para pavimentar ese camino de baldosas amarillas que lleva hasta la ciudad Esmeralda.
En mirlos blancos.
En historias de largo recorrido.
En la ilusión de la primera presentación y los maravillosos recuerdos de la última.
En toda la gente bonita que he conocido en este tiempo.
En los lectores que me permiten contarles historias y me las devuelven con intereses.
Un premio es un reconocimiento público, pero también te obliga a pararte de madrugada a pensar en lo que te ha traído hasta aquí. Llevo un rato escuchando mis pensamientos, mientras de fondo la oigo esa tormenta artificial sin la que ya no soy capaz de dormir. Y me doy cuenta de que no han sido solo las cosas buenas que todos ponemos en primer plano. Esas son motivación para sentarte a escribir. Alas blancas que te acarician el alma con su suave tacto. Ángeles que te susurran las partes dulces de la historia, como si fueran esas musas de las que hablaban los griegos.
Hay otras.
Las ganas de abandonar cada dos por tres.
El desaliento cuando no encuentras las palabras.
La soledad de muchos días. Y muchas, muchas noches.
Las historias sin recorrido que al final tenían tanto que te ahogaron en medio del océano porque tú no dabas la talla.
Son las partes malas, las crueles, las que te hacen levantar del suelo, sacudir la tierra de las rodillas despellejadas y tirar de eso que tienes dentro. ¿Orgullo? No sé si es la palabra. Quizá se parece más al coraje, a la valentía mezclada con un poquito de rabia.
Fue un mes en el que mis rodillas acabaron magulladas, después de que me empujaran al suelo, cuando decidí que tenía que ponerme a prueba. La novela estaba escrita, reposada y corregida. La novela me gustaba.
Casi nadie supo de mi decisión, ni siquiera se la conté a los más íntimos porque cuando uno se pone a prueba no hacen falta testigos. Era yo la que necesitaba salir a flote con mis propios medios. Era yo la que quería saber si ese océano podía cruzarlo a nado y llegar viva al otro lado. Y me importaba muy poco si a los demás les parecía bien o mal que lo hiciera, y no quería testigos de mi esfuerzo o de si, al final, acababa engullida por el mar.
No quería testigos porque para saber de qué estamos hechos la única persona que importa es uno mismo.
Una mañana de diciembre, me desperté y el mar ya no estaba. Quizá esa novela tan bonita para mi madre, que al final fue de todos, despejó el agua. Dejaron de importar muchas cosas a las que yo misma había concedido una importancia inmerecida y solo se quedó eso que me impulsa a mover los dedos por el teclado como si fuera un piano que reproduce la música de mi mente. Y llegó enero y su frío, pero yo ya no lo sentía igual. Y empezó febrero, y se me había olvidado que en el verano, cuando me hicieron sentir tan pequeña que el mar parecía inabordable, me había puesto a prueba.
Ni siquiera me acordaba de que se fallaba el premio esta semana.
Por eso, quizá, me ha sabido más dulce.
Por eso, hoy solo quiero pensar bonito.
Tengo experiencia para saber que las tormentas volverán, pero debo recordar también que pasan y que puedo con ellas.
Y otra cosa más.
Debo acordarme de una colección de personas muy especiales que no me han dejado sola ni un instante. Sin adjudicarse títulos, sin pretender lugares, han estado ahí. Conmigo. A un WhatsApp de distancia contestado al instante.