Somos humanos.
Pero hay otras en las que la maldad de quien las vierte busca otros objetivos, que muchas veces tienen que ver con la feroz competencia que existe en el mundo actual.
En 2014 salió a la venta con Ediciones B mi primera novela con editorial, Detrás del cristal. La ilusión con la que abordas un proyecto así, más cuando no lo has buscado, sino que viene porque alguien ha visto el libro y ha decidido que le gusta, que puede estar en su catálogo, es brutal. Recuerdo que puse todo mi empeño en hacer las cosas bien y me quedo corta si digo que ese libro tuvo más de veinte lecturas antes de entregar el manuscrito para que se fuera a imprenta. Pulí como si me fuera la vida en ello, me hice millones de preguntas sobre cada frase y tengo aún los cuadernos donde tomé notas de todo.
Solo me permití una "incorrección" que quise dejar porque forma parte de mi manera de expresarme, y que la he seguido conservando en el resto de novelas, puesto que se trata de algo admitido por la RAE desde hace mucho tiempo. Es el leísmo en tercera persona del singular cuando el objeto al que se refiere es un hombre. Solo para el caso de un hombre y solo en singular. Como se acepta, lo uso, y también lo hago porque donde vivo es la manera común de expresarse. Cierto es que también es frecuente un leísmo incorrecto cuando se trata de plural, pero ese ni lo cometo ni me lo permitiría porque no está admitido.
Yo puedo escribir "le vi", cuando se trata de un hombre, pero jamás me leerás escribiendo "les vi". Igual que si se trata de un perro pondré "lo vi".
Recibí una crítica de esta novela en la página de El Corte Inglés. Una única crítica con una estrella que bombardeó la línea de flotación de todos mis principios sintácticos y gramaticales y que me hizo mucho daño como persona, no como autora. Tardo cuatro años en dedicarle una entrada a esto, como podréis ver he tenido tiempo de procesarla y reflexionar.
Estaba hecha, según ponía, por un hombre y decía que había comprado el libro como regalo para su mujer. Ella se había horrorizado por lo mal escrito que estaba y él, para comprobarlo, se lo había leído y no podía más que darle la razón. El libro era una aberración sintáctica, mostraba un desconocimiento del lenguaje absoluto y se escandalizaba por el hecho de que una editorial de prestigio se hubiera prestado a publicar semejante monstruosidad. Así le iba a la literatura si dejaban entrar a cualquiera a contar sus tonterías de cualquier manera.
No son palabras exactas, la página acabó retirando ese comentario sin que yo se lo pidiera (ni se me ocurriría) y nunca lo llegué a capturar.
El caso es que en ese comentario había algo que olía sospechosamente mal. Lo primero, que partiera de un hombre. No es una novela que a priori puede prestarse a ser leída, sin saber nada de ella, por alguien se ese sexo, pero había otra cosa: la redacción. Aunque con el libro yo atentase contra la sintaxis, contra la gramática y contra el uso del español en general, resulta que me gano la vida con eso. Algo en ese comentario, un detalle, revelaba una verdad que se había tratado de maquillar: el comentario en realidad lo había hecho una mujer haciéndose pasar por un hombre. Se le escapó en una palabra y llevo años preguntándome quién era. Y por qué. ¿Qué le había hecho yo para que corriera a compartir algo que no era cierto? Porque algún error tiene la novela, yo he visto una ese de más, pero eso no convierte la novela en algo ilegible ni en lo peor de lo peor.
No sé si quién fue, pero al final le tengo que dar las gracias encarecidamente. Gracias, señora, me hizo usted el favor del siglo, supongo que tratando de hacer lo contrario, de desprestigiar mi nombre casi a los cinco minutos de que se me conociera como autora.
¿Por qué?
Pues porque ese comentario salvaje e injusto para esa novela me hizo ser todavía más exigente con las siguientes novelas, hasta el punto de que, cuando llegan a la editorial, siempre me dicen que en mis manuscritos apenas hay nada que corregir. Sigo en mis trece con ese leísmo, incluso sabiendo que me cierra las puertas con lectores de latinoamérica que no lo aceptan, que lo ven como un error aunque no lo sea, pero defiendo mi derecho a expresarme así. Lo tengo. Me pido a mí misma más allá casi de lo que soy capaz de dar y lo consulto todo, no sea que un día me duerma en los laureles. Y no es por quitarle la razón, sino porque mi instinto siempre tiende a aprender y mejorar.
Y he aprendido, sobre todo, de los errores.
Hasta de los que no cometo.