Seguro que hay alguien que anda pensando que se me ha ido la pinza al traer un libro que lleva publicado décadas, del que se ha dicho ya todo lo que se puede decir y más, y que no tiene interés alguno si, de lo que se trata, es de convocar lectores para que visiten un blog literario.
Pues vale, se me ha ido la pinza. No tengo mucho interés en atraer lectores, porque soy yo la que necesita poner en fila los pensamientos que me ha suscitado, como si estuviera pensando en voz alta, y guardarlos para consultarlos cuando me venga en gana.
Por ejemplo, en todas esas noches en las que no duermo casi nada.
He vuelto a leer Los Pilares de la Tierra, por enésima vez, y lo he hecho por varias razones. La primera y más importante es mi bloqueo lector. Sé, porque ya me ha pasado otras veces, que cuando ningún libro consigue llegarme por más que me empeñe en buscarlo, tengo que releer. Lo sé porque la respuesta inmediata es que acabo recordando por qué leo, cuáles son las magníficas sensaciones que me devuelve la lectura y eso me permite seguir avanzando.
Y también sé que puedo hacerlo porque se me olvidan muchas cosas de las tramas que, años después, casi me parecen nuevas. Contribuye, un poquito, a que mi economía no acuse tanto el gasto de libros y que pueda prorrogar el comprar estanterías, que ya no sé ni dónde colocar en casa.
Empecé a leer este libro de Ken Follet antes de Piso para dos, del que hice reseña en la entrada anterior. Interrumpí la lectura para dedicársela a una novela nueva justo tras acabar la segunda parte de este macro libro que supera las mil páginas, porque tenía que aprovecharme de esas sensaciones tan magníficas de querer leer como una posesa antes de que se me pasaran. Quería ver si se me había empezado a pasar esta racha tonta de silencio lector.
Una vez leído el anterior, además en tiempo récord, he vuelto al señor Follet.
En esta enésima relectura de un libro que ya es un clásico, que aún no he terminado, no voy a hablar de la trama, es que da igual, lo que voy a hacer es recoger lo que a mí me está aportando como escritora. Así que, si esperas leer si te lo recomiendo, o un resumen porque te han puesto un trabajo, te has equivocado de blog. No pierdas más tiempo y deja de leer, que esto va de otra cosa.
Va de lo que he aprendido desde que leí este libro la última vez hasta ahora.
Un quintal.
Bueno, no sé exactamente si un quintal, pero poner que he aprendido un huevo quedaba mucho peor, así que me he decidido por esa expresión, para al final volver a poner la primera que he pensado. Estoy que no me aclaro, la verdad.
He aprendido que la narrativa no es brillante. Bueno, eso ya lo sabía, pero lo he certificado esta vez con mucha más precisión, porque antes me fijaba mucho menos en las frases y mucho más en la historia. Ahora, conocida de sobra por mí, he ido a la técnica, que en realidad era lo interesante llegado este punto de mi vida.
En Los Pilares del la Tierra el lenguaje cumple tan solo función representativa. Algunas veces, las menos, introduce otras, sobre todo en los diálogos, pero la narración no se recrea en la poética. Va a lo que va, a lo que importa, a contarnos una historia que es interesante, que está llena de giros, en la que suceden tantas cosas que para hacer un resumen fiable de todas necesitaríamos, al menos, cincuenta páginas.
Si no son cien.
Pero lo que hace que eso lo pases por alto es otra cosa. Es su magnífica gestión del ritmo. Ken Follet es un contador de historias y sabe cómo organizar la información, cómo darla para mantener la tensión en el lector, para llevarlo de la mano de una a otra línea y consigue que completes esta maratón literaria llegando al final con tanto resuello que serías capaz de chuparte otras cien páginas sin pestañear. Y eso, para mí, es un aprendizaje impagable, porque asimilo ese ritmo para intentar aplicarlo en el futuro a lo que escriba. Obvio que no soy él, por supuesto, pero siempre he estado dispuesta a aprender y es lo que estoy haciendo.
Aprender mientras leo.
Con respecto a los personajes, he visto que los ha de todas las gamas desde el blanco al negro. Buenos buenísimos y malos malísimos. Grises varios que van matizándolos a lo largo de la narración y de lo que tengo que aprender. Y he aprendido que no pasa nada porque uno te salga blanco del todo o negro del todo, porque la novela lo soporta. La vida es otra cosa, eso sí.
He aprendido que los personajes principales tienen que moverse entre los grises y que, si me planteo hacer algún antagonista más en mis novelas, también tengo que emplear ese tono en él, y dejarme de negro absoluto porque las personas reales nunca son así. En realidad, creo que hasta la última novela siempre he hecho eso, antagonistas grises, solo hay uno muy negro en toda mi producción literaria, pero me he prometido, después de esta lectura, que será el último.
Fuera esos experimentos, que no funcionan al cien por cien. Bien por mí, algo aprendido.
También he observado cómo va dejando caer la documentación histórica y arquitectónica, y en eso estoy de acuerdo con él. Dosifica. No agobia al lector. Te da mucha, pero siempre en píldoras fácilmente tragables para que no acabes ahogado en arcos y capiteles y acabes desesperado por llegar al meollo de la cuestión. Esta gestión no se da bien en muchas de las novelas históricas que he leído, o de ambientación histórica, y ha sido causa de abandonos o de que me cagara en todos los ratones colorados (recuerdo con horror esas Palmeras en la nieve, que me cortaban todo el rollo lector cuando las parrafadas sobre historia ocupaban una docena de páginas sin ton ni son. Eran como intentar tragarte una Couldina disolver en el agua).
He aprendido otra cosa más, que adoro los libros en tapa dura y leerlos en la cama, aunque este se pase de gordo y haya acabado con dolor de brazos sujetándolo, pero no me imagino, ni por lo más remoto, leyendo esto en el kindle. De hecho, últimamente me está costando mucho leer en digital, es algo que estoy abandonando poco a poco. Y se ha vuelto a reafirmar mi deseo vital de escribir una vez un libro y que una editorial apueste por él en tapa dura.
Sé que sueño cosas raras, la verdad, podría soñar con viajes a la otra punta del mundo con todos los gastos pagados, pero no, soy así de facilita con los deseos.
Me ha gustado volver y sé que lo haré de nuevo cuando me empiecen a asaltar las dudas sobre si quiero seguir escribiendo. Porque siempre las tengo y esta vez son enormes después de la última novela. Porque La colina del almendro me ha puesto el listón tan alto que no sé si seré capaz de saltarlo o me voy a dedicar a rodearlo simplemente y a leer y escribir para mí misma.
Eso lo estoy decidiendo aún.