Si cierro los ojos y pienso en la Literatura, la de verdad,
la que se estudia, encuentro un nexo común en todas las obras: la marca de su
tiempo, del momento en el que fueron escritas. Aunque a veces la fantasía se
cuele en el argumento, como es el caso de El Quijote, el paisaje donde se mueve
la novela es real, un reflejo de esa sociedad en la que vivió Cervantes, que
permanece enganchado en cada línea. Una manera de hablar, de sentir, de
conducirse en la vida que supo plasmar, más allá de la locura de un hombre que
había leído demasiados libros de caballerías.
Claro que no todo lo que se escribe con ese poso de realidad
se quedará, porque influyen más factores: capacidad del autor para transmitir,
profundidad de sus reflexiones, habilidad para convertir las palabras en
música, facilidad para atrapar la atención de quien lee, maestría para
emocionar… Cuando estas y otras muchas cosas confluyen en un libro el lector,
el buen lector, lo siente. La pócima que se empezó gestando en la mente del
novelista recibe la gota del último ingrediente y la magia fluye.
Encontramos Literatura. Enorme. Magnífica.
Quizá nunca se pueda decir de mí que he escrito literatura.
Es más que posible que no escriba nada que aporte algo al mundo, pero lo reflejaré
a través de mi espejo. Tal como lo siento. No sé si sabré transmitir,
profundizar, que las palabras se conviertan en notas musicales y de ellas surja
una melodía que atrape las emociones del lector. No sé si lograré mantener su
atención y removeré sus sentimientos.
Seguro que nada de lo que escriba trascenderá más allá de
los muros invisibles de mi pequeño mundo, pero viviré mucho más tranquila si permito
que las palabras no se me atraganten dentro, si dejo que salgan sin el miedo
que a veces me acompaña. Voy a emocionarme.
Otra cosa será descubrir si escribo literatura.
O no.