Buscar una imagen que resuma una historia es una de las
tareas más arduas a la hora de preparar la salida de una novela. Tiene que
contar mucho de la historia, debe ser limpia, que no agobie con demasiados elementos,
es necesario que contenga el título y el nombre del autor y, además, enamorar
desde el primer vistazo.
Es, esencial, para que el potencial lector se quede con ella
y sienta que quiere adentrarse en sus páginas.
Sé que esto es juzgar a la ligera, elegir sin datos, pero
también sé que es algo que hacemos los lectores: enamorarnos de portadas y
lanzarnos de cabeza a las novelas. No es un tema que haya que descuidar, porque
hacerlo, no ser exigente con la imagen, puede suponer cargarte de un plumazo la
tarea de muchos meses de trabajo.
Yo le doy importancia a las portadas. Se la doy hasta el
punto de que hay novelas a las que no me he acercado hasta que no me han dado
un empujón porque no me entraban por los ojos. Y, al contrario, he dado
patinazos de libro al fiarme de esa primera impresión buenísima que me dio una
novela y que, una vez en el interior, se esfumó a la media docena de páginas.
Pero con las personas es igual, ¿no?
No todos los envoltorios mágicos llevan dentro magia.
De las portadas de las tres novelas que tengo con editorial
me enamoré al primer vistazo. Supe, nada más verlas, que eran el anillo que
encajaba en el dedo de la historia. Fue amor a primera vista del que no me
arrepiento en absoluto. La modelo (rusa, lo he averiguado) que se planta de
brazos cruzados en Detrás del cristal me decía mucho del fondo de esa historia.
La imagen de una mujer sin rostro delante de un montón de cámaras en una
alfombra roja resumía a la perfección ese trasfondo de La chica de las fotos.
¿Y en esta?
No era fácil encontrar una portada. Empezamos a buscar por
una en la que jugásemos con el tipo de letra, en la que no apareciera ninguna
fotografía. La verdad es que, una vez visto el resultado, no me enamoré. No me
gustó, aunque la idea pareciera muy buena en principio. Volvimos a la idea de
una fotografía.
Tras mirar muchas, apareció.
Es la imagen de un camino que desemboca en un lago, que se
interrumpe porque el agua ha bajado de nivel y queda lejos. Al lado, una pareja
que me transmiten que están enamorados. La historia de Paula y Javier es como
ese camino. De pronto se queda sin agua y son incapaces de seguirla, se
interrumpe, pero no acaba en realidad. Solo hay que esperar a que el nivel suba
y ellos continúen.
Es una imagen limpia. Azul, un color frío, como el frío que
hace cuando empiezan su viaje en moto. Azul, como el fondo de Su chico de
alquiler, una manera más de dar coherencia a dos historias que no es necesario
leer una para entender la otra, pero que se complementan. No hay nadie más en la
imagen porque esta novela, a pesar de todos los personajes que aparecen (muchos
y complicados de explicar), es una historia en la que ellos dos, y solo ellos,
son los que llevan el peso de la trama.
Si la primera opción no me enamoró, esta lo hizo al primer
vistazo. Supe que era la que quería, el anillo que ajustaba a su dedo y que la
hacía perfecta, al menos para mí.
Y llevan abrigo.
Los lectores cero sabrán el trajín que me traje durante la
escritura con el dichoso abrigo de Paula, con el que nos hemos echado unas
buenas risas.
Ahora, habrá que esperar a que los lectores futuros sientan
lo mismo que yo.
Espero que no me falléis.