Falta poco para que se cumplan dos meses del inicio de la aplicación de la ley que prohíbe fumar en espacios públicos y los medios van haciendo sus balances, desde los más alarmistas que hablan de pérdidas de empleo de cientos de miles de personas, encabezados por La Razón, hasta otros que opinan que es el tiempo el que va a darles "la razón". No creo que estos últimos vayan desencaminados. Es lo que tenemos los humanos, sabemos adaptarnos a los cambios mejor que cualquier otra especie. Es lo que nos distingue, lo que nos ha permitido evolucionar hasta convertirnos en lo que somos. Sin embargo sigo pensando lo mismo que la última vez que abordé el tema. Los cambios, como todo en esta vida, hay que hacerlos cuando se está preparado, porque si no pueden ser catastróficos por inoportunos, no porque no vengan cargados de las mejores intenciones.
Creo que la ley anterior tenía grietas. Aún se podía ver a alguien fumando en un hospital o en un centro educativo. Pero hoy, con esta ley que algunos citan como definitiva, no se ha impedido que en el instituto de mi sobrino, en la clase de primero de la ESO (ojo, que tienen 12 años) se encienda un cigarrillo entre clase y clase. Dentro del aula, claro, porque en el pasillo te pillan. Y esto sí que es lamentable, no que se fume en un bar, donde al fin y al cabo se entra de manera voluntaria: a tomarte un café o a dejar un currículum, dicho sea de paso.
De la nueva realidad me agrada no respirar humo cuando voy a tomar un café, pero no me emociona. Antes, al entrar en el bar sabía que olería a tabaco y cuando saliera a la calle el aire limpio me llenaría los pulmones. Ahora, al pasar por la puerta, me veo obligada a saltar por el montón de colillas que apestan lo suyo y cuando salgo no puedo evitar una mueca de desagrado porque aunque los fumadores se hayan ido y estemos en la calle el olor sigue ahí. Y esa mueca es de auténtico asco cuando, como ayer, compruebo a cincuenta metros de la puerta del hospital el reguero de colillas con su nauseabundo olor, cuando me veo obligada a pasar entre los fumadores para recoger el coche porque están fumando en el único lugar donde se les permite. Antes, qué tiempos, si yo quería, elegía respirar humo. Ahora, sencillamente, me lo trago "por decreto" en plena calle. Tiene guasa. A lo mejor a la iluminada de turno del ministerio, para la próxima, se le ocurre prohibirnos respirar. Porque después de esta legislatura para olvidar, será lo único que quede por prohibir.