Hasta ahora, pensaba que escribir bajo presión era tener una fecha de entrega señalada en el calendario, tener que echar mano de horas de sueño y forzar la creatividad. Tiene que ser jodido, y digo tiene que ser porque una de las primeras cosas que me impuse cuando entré en el mundo editorial fue no aceptar plazos. Supongo que ponerme enferma cuando empecé y perder 20 kilos en seis meses establecieron prioridades en mi vida que a otros no les suponen problema, pero a mí sí.
Ahora he descubierto que escribir bajo presión, bajo verdadera presión, es otra cosa.
No tiene nada que ver con fechas ni con esforzarte tú, tiene que ver con situaciones externas que te desborden por completo. Quedarte sin trabajo. Contraer una enfermedad grave. Plantarte delante de tu cuenta bancaria y darte cuenta de que, o mejoran las cosas y no serás capaz de salir a flote más allá de tres meses.
Esa es la presión, ese miedo es el que atenaza el estómago e impide que las palabras se coloquen en el orden preciso. Supongo que porque, en el fondo, sabes que esto da igual, que lo importante no es esto aunque se hubiera colocado como urgente. Que lo importante es lo cotidiano, porque si todos entramos en crisis quién coño se va a comprar un libro. Nadie. Será un objeto de lujo, prescindible mucho más que una caja de ibuprofeno o un paquete de lentejas.