Dentro de unas horas, cuando llegue la media noche, Entre puntos suspensivos estará disponible para su lectura digital. También lo estará para que podáis hacer una valoración de la novela, así que llegaré a esa otra etapa en esto de la escritura: el momento en el que sube el telón, los focos se posan en tu rostro y empieza el espectáculo. Para mí es un momento de nervios, no sé si encontraré silencio y plena atención del público, o los silbidos llenarán la sala incluso antes de que pueda pronunciar las primeras palabras.
(Lo digo por lo del otro día, igual no me dejan ni empezar antes de decir qué les parece)
Hace cuatro años que vengo publicando a principio de año y este es el primero en el que estoy sorprendida del montón de novedades que se presentan. Ganarse la atención de los lectores está quizá más complicado que nunca, pero no voy a dejar de intentarlo.
Porque quiero contaros una historia.
Porque me apetece que, mientras la leáis, vuestros problemas personales se hagan humo y solo os preocupéis de seguir lo que les pasa a Paula y a Javier. Le decía a una amiga que mis objetivos con esta novela son tres: entretener, hacer reír y emocionaros un poquito.
Espero conseguir alguno.
Os dejo con la primera escena de la novela. Para ir abriendo boca:
Capítulo
1
«Lo
más valioso no es lo que tengo, sino a quién tengo.»
Anónimo
La
puerta del despacho del inspector Muñoz se abre de golpe, alentando a una
ráfaga de aire que hace que los papeles que reposan desordenados en su mesa salgan
volando y aterricen en el suelo. El inspector, treinta y dos, pelo muy corto,
ojos negros y brazos tan musculados que tiene que mandar que le hagan las
camisas de encargo, se pone furioso. Tiene advertidos a todos en la comisaría
que, antes de poner un pie en sus dominios, al menos se tomen la molestia de llamar
con educación. Está a punto de gritar a quien ha osado entrar así; sin embargo,
su primera intención muta al ver a la mujer que se acaba de sentar frente a él,
sin haber sido invitada.
—¿Vas a seguir mirándome con cara de
idiota? —le pregunta ella.
Javier
Muñoz espanta el desconcierto, deja de lado el comentario mental que ha hecho
sobre lo que opina de lo bien que le queda el vestido que lleva y se cuelga la
placa de manera imaginaria, recuperando el aplomo que ha volado con sus
papeles. O más bien con la visión de quien tiene delante. Desde luego no es
alguien a quien esperase en su despacho esta mañana.
—Ya veo que has aprendido a llamar
antes de entrar.
Lo
dice con ironía, con intención de molestar a la visitante que ha provocado que
los documentos del caso que estaba revisando se hayan mezclado por el suelo. Es
uno que está a punto de prescribir, al que quiere echar un último vistazo antes
de darle carpetazo. Ahora, cuando ella se vaya, tendrá que volver al principio.
Es lo que esta mujer provoca siempre, desorden en su vida. Altera lo que creía
listo para dejar en la estantería de los asuntos terminados y le obliga a
regresar a un pasado del que nunca se ha deshecho del todo.
Con
aparente tranquilidad, escondiendo de sus ojos la tormenta que se está formando
en su cabeza, Javier empieza a colocar las hojas dispersas y se agacha para
recoger del suelo las que han acabado allí. Cuando lo hace, desde debajo de la
mesa, mira los zapatos de su visitante, las medias que realzan la perfección de
sus largas piernas y observa perplejo cómo se levanta y sale del despacho. Unos
toques impacientes en el cristal de la puerta le ponen en alerta y se levanta
demasiado rápido, tanto que no puede evitar darse un golpe con el tablero de la
mesa.
—¿Puedo
pasar? —grita ella, desde fuera del despacho, tan fuerte que media comisaría
tiene que estar mirándola.
—¡Quieres no armar escándalo! —replica
él, levantándose mientras se frota la cabeza.
Javier
abre. A la vez que la deja entrar, lanza una mirada reprobatoria al exterior
del despacho que provoca una reacción inmediata en sus compañeros de trabajo.
Todos se apresuran a parecer muy ocupados. Después, cierra con cuidado,
intentando retomar el control de la situación.
—Me puedo sentar, ¿verdad? —pregunta
la mujer. El tono está cargado de la misma ironía que minutos antes ha empleado
él con ella.
—¿Qué quieres, Paula? Me imagino que
esta no es una visita de cortesía.
Con
un gesto le indica la silla.
—No —dice ella—. No es una visita de
cortesía. Necesito tu ayuda.
Javier
se apoya en el borde de la mesa, de pie, buscando una posición que la intimide.
O, quizá, una en la que no acabe siendo él intimidado por ese vendaval que
tiene delante. Se cruza de brazos y la mira a los ojos, intentando averiguar qué
clase de ayuda puede necesitar Paula para haber aterrizado en su despacho.
—¿Has matado a alguien? —le
pregunta.
—Eres idiota, idiota perdido. No
estoy de broma.
—No me digas más; has cambiado de
idea y me vas a dejar a Valeria todos los fines de semana. Los necesitas para
irte de viaje con ese novio italiano que tienes ahora. ¿Cómo se llamaba?
¡Andrea! Sí, bonito nombre para un tío…
Paula se impacienta y además no cree
que sea momento para meter a su hija en la conversación, ni tampoco a su
pareja.
—¿Ya?
—¿Ya, qué?
—Que si ya has dicho la tontería de
turno y me vas a dejar hablar.
—Habla.
—Mi padre ha desaparecido.
Para saber más.... Entre puntos suspensivos