La
forma en la que vemos el mundo depende, en gran medida, de nuestro momento
vital. No es lo mismo si estás pasando un momento complicado, en el que las
cosas se tuercen cada día, uno de esos que tienes la sensación de ser un trapo
al que dos manos retuercen, girándolo cada una en una dirección distinta, que si
de pronto tu vida se llena de luz, amor, éxito y felicidad.
Lo que
transmites es completamente diferente.
Literariamente
hablando, los primeros momentos vitales son perfectos para emocionar. La
poesía, por ejemplo, está cargada de ejemplos en los que el sufrimiento del
autor se refleja en cada una de las palabras:
Puedo escribir los versos más
tristes esta noche
(Neruda)
Sospecho que ese día el desamor
estaba haciendo estragos en don Pablo, o quizá debería decir en el adolescente
Pablo.
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
(Machado)
Tampoco que es que este día
Machado estuviera con el mejor humor del mundo.
Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.
(Quevedo)
El dolor y el amor se mezclan en
el poema de Quevedo, prueba de que no se sentía en una nube precisamente.
Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdemos.
(Manrique)
No estaba muy optimista que se
diga Jorge Manrique en este punto de sus coplas, aunque aquí el amor no sea el
protagonista.
Sin
embargo, todos estos ejemplos, a pesar del dolor, a pesar del pesimismo que
rezuman, emocionan porque lo que sintió el autor al escribirlo era tan intenso,
tan auténtico, que necesitaba sacarlo para no estallar y el lector, humano,
empatiza con sus sentimientos.
¿Quién
en su vida no ha tenido un momento de bajón, un tropezón vital? No es necesario
que el texto esté cargado de melancolía. Me acuerdo ahora de una novela con
mucho sentido del humor, donde el recurso de la ironía no era nada más que una
manera de disfrazar sentimientos muy intensos, un recurso del autor para gritar
que se ahogaba. No era poesía, era prosa, pero emocionaba igual. El agujero
sentimental del escritor se intuye en cada línea.
La
felicidad, en cambio, embota los sentidos, te llena de sensaciones de plenitud
que segregan ciertas hormonas que te sacian. Si esa felicidad viene de la mano
de una experiencia amorosa, las endorfinas, la serotonina, anulan ese dolor,
actúan como bálsamo y esconde la sensación de infelicidad. Escribir en este
estado deja de ser un ejercicio sentimental para convertirse en algo racional.
No digo que no se pueda escribir cuando se es feliz, estoy diciendo que el
resultado no es el mismo. De hecho, en estos momentos, se escribe diferente, se
abordan géneros más prosaicos. Es entonces cuando se elabora una trama más
complicada, cuando los personajes se racionalizan mucho más y se puede adoptar
otra mirada.
¿Se
puede escribir siendo absolutamente feliz? Por supuesto que sí, pero mi conclusión,
después de pensar un rato y a las cinco de
la mañana, que no sé si es la mejor hora para sacar conclusiones, es que las emociones son distintas, el reflejo es completamente diferente. Supongo que se puede emocionar pero no se transmite lo mismo.
Al escritor, la felicidad le corta las alas.