Mi
escritor me abandonó. Ya, ya sé lo que dicen, que somos las musas las que los
abandonamos a ellos, pero en mi caso no fue exactamente así. Al principio…
Mi
escritor tenía ideas en su cabeza. Muchas. Las ponía en orden, creaba relatos
pero todos ellos carecían de la calidad suficiente para ser bien considerados
por los demás. Por más que se esforzaba, lo que le salía era mediocre, sin la
emoción suficiente para que un editor sintiera interés por ellos. Cada
madrugada se afanaba en conseguir inspiración, pero ésta no encontraba el
camino hasta sus manos. Las ideas no parecían conectarse con sus dedos y no
pulsaba las teclas adecuadas en su ordenador. Sabía que podía, pero estaba
bloqueado.
Ahí
aparecí yo.
Fue
una noche cualquiera en la que había borrado ya todo lo escrito. Estaba a punto
de abandonar cuando se acordó de que las musas existimos; recordó que había
leído que tenernos cerca era como sentir que alguien te murmura palabras al
oído que tú solo tienes que dejar que fluyan.
-¿Dónde
estás, musa? –susurró. No quería despertar a nadie en casa. Escribía en ratos
robados al sueño y a los suyos.
Yo
escuché a lo lejos sus palabras y me acerqué hasta su lado. La desesperación en
su rostro desapareció en el instante en el que, suavemente, toqué su frente.
Entonces, febril, empezó un relato. La primera frase de su libro le salió de lo
más profundo de su alma, según confesó tiempo después a quienes lo entrevistaban, pero no fue así: fui yo quien la puso a su alcance. Noche tras
noche, madrugada tras madrugada, lo visité. Con mi ayuda fue componiendo la
novela que soñaba, sin ser consciente en ningún momento de que no era él solo
quien trabajaba.
Meses
después llegó el éxito. Las críticas positivas que al principio levantaron su
autoestima y que finalmente transformaron a mi escritor en un hombre demasiado pagado de
sí mismo. Le rodearon los aduladores. Pensó que estaba todo hecho y que cuando
de nuevo se pusiera manos a la obra, con la segunda novela que ya habíamos
empezado juntos, sería igual de sencillo que con la primera.
Cometió
un tremendo error que pagará siempre.
Una
humana.
La confundió conmigo.
Pensó
que ella era su musa y se atrevió a invocar mi nombre poniéndole su rostro. Le
dijo que sin ella no se sentiría jamás inspirado, que a partir de ese instante
todo lo que saliera de su mente llevaría, irremediablemente, su sello. Su
nombre.
Hace
meses que no hablo para él.
Miro
su rostro cuando se sienta al teclado y no acierta con el tono, ni con las
palabras, ni con el argumento que le lleve de nuevo a lugar privilegiado donde
le conduje con mi toque y no hago nada. No me muevo, no susurro aunque me
invoque. Le miro sufrir, derrotado.
No
se puede abandonar a una musa por una simple mortal.
Al
menos, no a mí. Ahora soy yo quien le abandona.
Para
siempre.
Las musas, según la mitología griega, fueron nueve: Calíope ( ‘la de la bella voz’) musa de la elocuencia y poesía épica; Clío (‘la que ofrece gloria’) musa de la Historia; Erato (‘la amorosa’) musa de la poesía lírica-amorosa; Euterpe (‘la muy placentera’) musa de la música; Melpómene (‘la melodiosa’) musa de la tragedia; Polimnia (‘la muchos himnos’) musa de los cantos sagrados y la poesía sacra;Talía (‘la festiva’) musa de la comedia y de la poesía bucólica; Terpsícore (‘la que deleita en la danza’) musa de la danza y poesía coral y Urania (‘la celestial’) musa de la astronomía, poesía didáctica y las ciencias exactas.
Se les atribuye el poder de traer a la mente de los escritores mortales lo que van a relatar, otorgándole gracia y armonía al resultado. También se les atribuyen dones proféticos (mi pobre escritor del relato ya puede echarse a temblar).
Tanta es su fama, que hasta el mismo Dante, en La divina comedia, las invoca:
¡Oh musas, oh altos genios, ayudadme!
¡Oh memoria que apunta lo que vi,
ahora se verá tu auténtica nobleza!
Yo, por si acaso, no voy a hacer que se enfaden conmigo...