Hasta hace no demasiado tiempo, tenía la costumbre de releer
los libros que me habían gustado mucho. Donde vivo no hay una biblioteca buena,
en la que puedas encontrar novedades, donde te sientas tan a gusto como en la
que crecí, y tampoco existía una librería en la que pudieras perderte entre
títulos y títulos, hasta dar con el más adecuado. Tampoco, hasta hace
relativamente poco, existía la posibilidad de la lectura digital que ha
provocado que siempre tenga libros pendientes, así que me conformaba con volver
a los libros que habían movido algo dentro de mí.
De ese modo, algunos títulos que guardo desde hace décadas
los he leído muchas veces, he vuelto a sus páginas, encontrando matices
distintos cada vez que me ponía en la tesitura de regresar a palabras
conocidas. Los libros son diferentes dependiendo del momento en el que los
leas. Los libros, incluso, tienen la magia de ofrecer versiones a veces hasta divergentes
dependiendo de quién sea su lector. Eso es lo que explica que obras que a unos
pueden parecerles maravillosas, para otros sean tostones infumables, que no
entienden el lugar que ocupan en esa estantería imaginaria de los buenos
libros.
Como agua para chocolate lo leí cuando se publicó, supongo
que en algún año de la década de los noventa, y se quedó dentro de mí como una
de esas lecturas a las que le tomas cariño, que forman parte del bagaje de tu
propia biblioteca personal interna. De los que recuerdas el sabor, los olores,
la esencia de lo que te transmitieron.
No había vuelto a él hasta ahora.
El otro día, un poco cansada de lecturas repetitivas, de no encontrar
un libro que me llenase, retomé esa vieja costumbre de mirar en mi estantería y
lo saqué. Es muy corto, apenas 160 páginas en la edición que tengo (una de
ellas, porque tengo dos, pero a saber dónde ha ido a parar el otro ejemplar, lo
prestaría y no volvió a casa). Lo abrí y regresé al mundo de Tita, a esa cocina
maravillosa en la que se mezclan los ingredientes de las comidas y lo hacen con
la vida. Me volví a perder en el realismo mágico y volví a sentirme seducida
por esa colcha infinita que no consigue espantar el frío de la protagonista, en
esas metáforas imposibles que hacen que Como agua para chocolate se haya ganado
a pulso el lugar que ocupa en la literatura.
Sin embargo, yo lo he sentido distinto.
Desde los noventa hasta ahora mi vida es otra. Ya no soy una
niña, he ido madurando, me han pasado mil cosas. He pasado de vivir con mis
padres, protegida en una casa donde había amor, respeto, enseñanzas, libertad
controlada y muchos viajes en los que mis padres me ayudaron a ver el mundo con
mis propios ojos, a tener casa propia, hijos, una pareja estable y un trabajo
que no imaginaba cuando leí por primera vez este libro.
Soy yo, pero soy otra.
Por eso, quizá la lectura ha sido muy diferente. He seguido
encontrando que esta novela es mágica en su manera de contar los hechos, he
disfrutado como una enana con el lenguaje, las metáforas, los hechos
inexplicables para la razón, pero que también se entienden cuando tienes el
corazón abierto y lo pones encima de la mesa. Lo que en la otra lectura no pude
encontrar, en esta nueva se ha plantado ante mis ojos, descubriéndome matices
que le aportan un valor extra.
Uno de ellos es la estructura del libro.
Quizá porque no me dedicaba a esto, porque cuando leí la
primera vez ni siquiera se me había pasado por la cabeza que ahora, en la
madurez de mi vida, iba a pasar tanto tiempo entre palabras, no fui consciente
de lo firme del armazón de este libro. Laura Esquivel eligió para contar la
historia dividir el edificio de la trama en doce capítulos, cada uno de ellos
vinculado a dos elementos: el mes del año y una receta, a través de la cual nos
cuenta esa historia de Tita. Ese sostén, ese esqueleto que me pasó inadvertido,
da solidez al discurso y a la historia de amor, que la he ido sintiendo
vinculada al tiempo.
La novela arranca con un nacimiento. Enero, el primer mes
del año, viene con frío y frío es el nacimiento de una niña que se ve relegada
a la cocina, a ser alimentada por la criada puesto que su madre no la va a
alimentar. Muere su padre. El mundo al que llega se desmorona en ese mismo
instante y es solo en ese espacio de la casa donde la niña empezará a tomar
contacto con él, reduciéndolo a los olores y los sabores de los guisos de
Nacha.
Avanza la historia, se suceden los meses, las recetas, crece
la niña y aparece el que será siempre el gran amor de su vida, Pedro, y las
dificultades que pondrá Mamá Elena por esa costumbre ridícula arraigada en su
familia, la de que sea la hija menor la que quede soltera para cuidar la vejez
de una madre represora, severa y enfadada con la vida, que empuja toda su
frustración contra la pequeña.
Lo que he sentido más diferente es la historia de amor y
creo que eso tiene mucho que ver con el momento de lectura, eso a lo que me
refería al principio. A estas alturas de la vida sé que los amores no resisten
bien el paso del tiempo. Que este los matiza, los diluye y arrasa con su fuerza
del principio. No he podido creerme que, pese al comportamiento de Pedro, Tita
no haga borrón y cuenta nueva, y no lo entiendo porque no hay distancia entre
ellos apenas en todos aquellos años, y quizá porque las escenas en las que me
cuenta la autora que por fin han logrado acercarse no me han transmitido con
fuerza esa pasión que recordaba más intensa. Las soluciona en unas líneas. Me
acordaba al leer de Penélope, esperando durante muchos años a Ulises, tejiendo
de día y deshaciendo el trabajo por la noche para no terminar la tarea y verse
obligada a cumplir su promesa, y a ella sí la entiendo, porque al Ulises
ausente sí es posible idealizarlo. A Pedro, para mí, no. Está ahí, presente y
cobarde, sin dar un paso para solucionar su matrimonio con Rosaura hasta que no
pasan muchos años. Y lo hace cuando ve que Tita se le escapa, que ha llegado
alguien, John, que si bien no le hace sentir aquella emoción que explotó dentro
de ella cuando se miraron, sí la trata de tal modo que cuando él no está, Tita
hasta puede imaginar que podría ser feliz con él.
Sin embargo, esto es literatura, no es vida, así que en ese
sentido la novela mantiene el espíritu intacto. Sigue siendo una magnífica historia,
incluso aunque a mí, en esta edad, me resulte tan difícil practicar el
necesario ejercicio de empatía.
Lo que sí ha vuelto a brillar ha sido la forma. La manera de
contar. Las frases maravillosas, las metáforas, las pequeñas historias que tan
bien se engarzan con la preparación de la comida. La sensación de estar en un
mundo muy distinto al mío, con normas que agradezco en el alma no haber tenido
que cumplir jamás, porque mi propia rebeldía personal no habría podido con
ellas. Supongo que habría acabado como Gertrudis, cogiendo la puerta y
marchándome de allí aunque fuera desnuda, despojada de cualquier cosa material
para encontrar un camino propio. Porque, por muy duro que fuera, las piedras
compensarían la libertad ganada al dejar de lado a un personaje tan insoportable
como Mamá Elena.
No sé si cualquier día volveré a ella, si me dará otra vez
por regresar a la estantería y sumergirme en las páginas de este clásico.
Es más que posible, porque quizá quiero saber cómo veré la
novela dentro de un par de décadas.
Si la vida me da oportunidad, tal vez regrese al rancho. Y,
estoy segura, encontraré algo distinto que contarme a mí misma.