Lo clasificamos todo. Ponemos en casillas la vida para ordenarla, para entenderla, para que no se nos pierda lo importante. Y para, por si acaso algo se pierde, ser capaces de, empleando la lógica, encontrarlo. Clasificamos los libros, por ejemplo, estableciendo géneros y subgéneros, Clasificamos los elementos químicos en una tabla, para de un vistazo recordar sus características.
Y los alimentos.
Y las asignaturas.
Y la ropa.
Y las tribus urbanas.
Espera, ¿esto no son personas? Pues sí, también clasificamos a las personas, las ponemos en casillas de afecto o desafecto, en función de nuestra experiencia con ellas y de los latidos de nuestro propio corazón.
Equivocarse con la clasificación de un libro puede conducir a que los lectores se confundan y no lo juzguen como se espera, pero no se acaba el mundo. Si te confundes con un alimento, no pasa nada, salvo que te dé alergia, que entonces sí. Si clasificas mal la ropa, igual acabes inventando un estilo nuevo...
Pero nada de esto es importante.
Solo engorda cuando te confundes con las personas, cuando las sitúas en lugares de privilegio de tu corazón y un día descubres que, para ellos, tú no ocupas ni un lugar tangencial. Cuando crees que son pero es que solo están. Quizá hasta solo de paso.
Entonces, miras tu estantería mental, esa donde creías que todo estaba en orden, te levantas de la silla y decides sacarlo todo para ponerla en orden. Porque no puede ser que no coincida o que esté tan distante de lo que tú pensabas, algo has hecho muy mal para que así sea. La habías puesto en la A de amigos y resulta que es de la C de conocidos.