Hay temporadas que a la vida le da por ponerte a prueba y la
puñetera se lo toma en serio. Uno detrás de otro, te va soltando bofetones y no
eres capaz de esquivarlos.
Esta última semana ha sido para regalarla.
Un comentario de La arena del reloj me tocó (las narices
primero y el ánimo después). Entré en mi particular bucle de encontrar
explicaciones a lo inexplicable y me fui cayendo.
Luego pasaron otras cosas que no vienen a cuento.
Y me enfadé.
El caso es que el lunes hice algo que quienes me conocéis
(en persona o por los siete años que llevo escribiendo en este blog), sabéis
que no es propio de mí: un mal comentario sobre alguien a quien no conozco
y que no me ha hecho nada en absoluto.
Igual que no comento jamás las novelas que no me
entusiasman, tampoco entro en otras críticas a lo loco. Ni en las redes ni en
la vida real. Pues bien, el lunes me salté una de las principales normas que
rigen mi forma de ser. Y no lo hice con alguien que se lo merezca, que haya
tenido un comportamiento deleznable (y mira que ha habido esta semana, solo hace falta mirar a Paris), sino con un actor.
De una serie.
De la tele.
En Twitter.
Este fue mi inspiradísimo tuit en relación a la serie que vi el pasado miércoles por la noche y su respuesta:
Esta tarde me ha contestado, sin haberle mencionado, porque
ni siquiera me fijé en su nombre. Y ha sido todo lo educado que yo no fui,
dándome una lección que me merezco. Porque, ¿quién soy yo para valorar el
trabajo de nadie tan a la ligera? Al fin y al cabo actuar es algo subjetivo y, en todo
caso, debería argumentar qué es lo que veo mal o bien. Pero no, lo solté así, a lo
bruto, con el mismo tacto que tuvieron conmigo hace unos días en La arena, con el mismo nivel de argumentación (cero). Y, si no quiero
que hagan eso conmigo, ¿por qué lo hago yo con los demás?
Estaba haciendo la cena, pensando en esto, cuando mi hermana
ha llamado para decirme que mi madre está en urgencias, con una arritmia. Es la
segunda vez en los últimos tres meses que le pasa. De pronto el suelo se ha
tambaleado a mis pies, por lo fácil que es que la vida, sin poner nada de tu
parte, te dé un disgusto.
No hace falta ni siquiera abrir la bocaza.
No voy a ser yo quien dé disgustos si puedo evitarlo. Como no fui justa en absoluto, me pasé tres pueblos y quiero disculparme, pero los 140 caracteres de Twitter se me quedan cortos.
Perdón, Rafael. Voy a cumplir lo que te he dicho, seguiré
viendo la serie y prometo que no diré más tonterías.
Por cierto, mi madre mejora.