Sé que soy rara porque no me gusta el verano. Es tiempo de cosas chulas: de salir, de helados, de charlas eternas por las noches tomando el fresco, de piscina, de vacaciones en la playa… de mil historias que se aplazan cuando el frío del invierno nos obliga a refugiarnos debajo de una manta en nuestro sofá más cómodo. Es tiempo de aire libre y de disfrutar. O eso dicen.
A mí me pone enferma.
Cuando llega el verano, cuando el sol aprieta con más fuerza, mi tensión se baja por los suelos y soy incapaz de dar un paso. Todo me cuesta un mundo, incluso caminar hasta la panadería que está a unos metros de mi casa. Tengo que esquivar las horas de más calor, no me puedo permitir subir las escaleras de mi casa o dar un simple paseo a media mañana y me acompaña un pesadísimo pitido en los oídos que hace mucho más complicado descansar. Nunca sé qué ponerme, porque cuando logro acostumbrar mi cuerpo a las altas temperaturas, como a estas les dé por bajar y mis sensores térmicos, que deben de estar rotos, empiezan a volverse locos. Siempre tengo que cargar con una chaqueta en el bolso.
Y luego está dormir.
Doy un millón de vueltas hasta que encuentro la postura idónea, y eso a veces ocurre a las cuatro de la mañana, un par de horas antes de tener que levantarme, porque en verano, madrugo más que nunca.
Lo único que se salva son los paseos al amanecer con mi perro por el pinar. Ulises me acompaña cada mañana (¿o era yo la que le acompañaba a él?) y juntos exploramos el bosque de pinos que está al lado de casa, alargando el tiempo todo lo que se pueda. Yo, entreteniéndome en pensar qué escribiré si logro librarme de los mareos e ignorar el pitido. Él, buscando alguna ardilla a la que perseguir y gastando la energía que ha acumulado por la noche.
¿Soy la única que detesta el verano?