Hace unos lunes, uno de esos que fue festivo en toda España, me levanté a las seis y media de la mañana. Tonta de mí, lo hice para encontrar un momento de tranquilidad en casa, un par de horas de margen en las que nada perturbase la tranquilidad.
Para intentar escribir.
Más en concreto, para intentar escribir sencillo.
Y eso que estoy convencida de que muy poca gente le da la importancia que tiene a escribir así, la dificultad que entraña el hacer frases en las que el lector no se encalle, limpias, claras y precisas. Escribir textos que tengan un ritmo que te empuje a seguir leyendo. Que incluyan metáforas, alguna sinestesia (que tengo debilidad por ellas), tres o cuatro símiles o un par de anáforas, pero que no se ahoguen en epítetos innecesarios.
Que no se note que hay muchísimo trabajo detrás, que parezca que te han salido tan naturales como respirar.
Que no se note que hay muchísimo trabajo detrás, que parezca que te han salido tan naturales como respirar.
A las nueve y pico, después de haber dedicado casi tres horas a esta labor, me di cuenta de que quizá estoy perdiendo el tiempo.
¿De verdad merece la pena esforzarse en algo que se vuelve invisible? Estoy convencida de que sí, aunque no se vea nada. Aunque se pasen por alto mil cosas. ¿Quién sabe? Igual hay alguien en alguna parte que, aunque no me lo cuente, que me entiende.
Tampoco pasa nada si no me entiende nadie.
A veces no me entiendo ni yo.