Acaba de empezar el siglo XVI y el gremio de artesanos de Madrid prepara la fiesta del Corpus con una representación. Ellos mismos, esos que en sus horas de trabajo se dedican a labrar los metales o a curtir pieles, durante unas horas se convertirán en actores. No habrá decorado, no habrá un escenario fijo: tan solo el humilde carro que después se usará en la procesión, con la pared de la iglesia al fondo.
Ni siquiera sabrán esos artesanos, aficionados a entretener a sus congéneres, que están sentando las bases del teatro que en un siglo será el mayor espectáculo del que disponga la capital. Pero han dado un paso de gigante, ha sido tal su éxito que, a mediados de siglo, ya existirán espacios donde se cobrará una entrada para verlos contar historias sobre un rudimentario tablado: los corrales de comedias. En ellos, el público se separará por clase social, puesto que los pudientes, incluido el rey, tendrán reservados los corredores de las plantas. Y por sexos: las mujeres al fondo, en la cazuela, y los hombres en el centro del patio. Ellas son espectadoras de segunda y tampoco tienen presencia en la escena. De hecho, los papeles femeninos hasta la segunda mitad del siglo los representarán hombres disfrazados...
Un escritor puede contar las cosas tal como sucedieron o darles una vuelta. A veces, solo con esto, aparecen historias inolvidables. La ficción, ante todo, es ficción. O debería serlo…