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martes, 5 de mayo de 2020

JOSÉ LUIS ALONSO DE SANTOS


Y de pronto, estudiando, recuerdas el principio, cuando empezaste a escribir, esos primeros intentos adolescentes que, vaya usted a saber por qué, tenían forma de teatro. Y descubres por qué estás disfrutando tanto al convertir una de tus novelas en un guion (una novela, por cierto, que nació siendo un texto para teatro que me dio por reconvertir en narrativa).
Estás estudiando y sonríes, porque de alguna parte tienen que haber salido esos personajes imperfectos que perfila tu cabeza. Quizá ya lo sabías, pero tal vez lo habías arrinconado tanto que se te había olvidado.
Es José Luis Alonso de Santos. Reúne en su persona tres aspectos básicos que marcaron su éxito en los últimos años del XX: es un hombre de teatro que escribe pensando en el espectador, sabiendo lo que espera, trata temas de la realidad cotidiana de su época y usa para contar sus historias el humor, a pesar de que en el trasfondo de las mismas haya mucha crudeza.

¿Te suena? Un poco...

Con un enfoque humorístico, crítico y tierno a la vez, nos lleva de la mano por temas sociales que eran dramas, pero que el presenta de modo que hasta nos reímos.
Siempre hay que reírse, hasta cuando todo está más que negro.
Sus personajes son limitados y contradictorios: sufren entre una realidad que no les gusta y el deseo de dejarla atrás. En lugar de héroes son antihéroes. Cuando acaban las obras no han resuelto sus problemas muchas veces, no han logrado sus objetivos, que se quedan pendientes y flotando en el ambiente, pero en cada minuto de la representación esos problemas se han tratado con un humor agridulce.

Y el espectador sonríe.
Sus temas sí son novedosos en el momento: las drogas, el desencanto, y sus personajes son perdedores encantadores, fracasados que se expresan con un lenguaje urbano y callejero.
Los finales, amargos, no restan un ápice de interés a esas historias que nos cuenta.
En su teatro destacan dos obras de los 80, que fueron un éxito y que están consideradas como crónicas del Madrid de la época, La estanquera de Vallecas (1981) y Bajarse al moro (1985) y también después, algún monólogo como Un hombre con suerte (2004), protagonizada por un antihéroe que evoca su pasado de actor.

La estanquera de Vallecas' se sube al escenario del Teatro Lagasca ...



domingo, 2 de junio de 2019

EL LENGUAJE SECRETO DE USAR EL MÓVIL

Leía un artículo de prensa, firmado por el actor Ricardo Gómez, en el que reflejaba una tremenda realidad que ha vivido a lo largo de la gira teatral que ha hecho esta última temporada: todas las funciones sin excepción han sido interrumpidas por algún teléfono móvil. O varios...



Cuando no ha sido una llamada inoportuna, entonces ha sido una alarma o el aviso de un mensaje entrante. O en otros casos, el espectador que consultaba quién sabe qué y molestaba la función con la inoportuna iluminación procedente de un punto del patio de butacas, rompiendo la concentración de actores y espectadores. Se preguntaba qué se puede hacer ante eso, ya que al parecer los constantes avisos antes de la función no han tenido ningún efecto en la torpe voluntad de unos espectadores, incapaces de pasar las dos horas de la función sin chequear redes sociales, mirar el correo electrónico o enviarle un emoticono a su amigo del alma.

Perdonadme la impertinencia que vendrá a continuación, pero es que me dedico a algo que se expone al público. Estoy acostumbrada a ser juzgada desde que me levanto hasta que me acuesto y, a veces, hasta me juzgan cuando estoy dormida.Cuando te juzgan tanto le das vueltas a todos los argumentos y acabas haciéndote preguntas. O buscando explicaciones. Si hay algo que no creo es que toda la gente sea tonta menos yo.

A lo que iba.

O bueno, no, me  voy a ir por las ramas de nuevo, que para eso este es mi blog, hoy es domingo y no son ni las ocho cuando escribo esto.

Allá por el siglo XVII, en una ciudad llamada Madrid, había dos corrales del comedias que lo petaban: el Corral del Príncipe y el Corral de la Cruz. El pueblo de Madrid entretenía sus días en ellos, puesto que había pocas más diversiones. Grandes como Lope de Vega estrenaban casi semanalmente sus obras y se exponían a la "crítica" feroz de un público que ni siquiera sabía escribir en muchísimas de las ocasiones, pero que tenía una cosa clara.

Transparente.

Meridiana.

Eran gentes que sabían, a la perfección, qué les producía un aburrimiento mortal y qué les gustaba hasta el punto de mantener una función más allá del par de semanas (tres a lo sumo, tampoco os creáis que eran en enquistar las obras en escena y tirarse años viendo lo mismo) que suponía ser un éxito.

¿Sabéis lo que hacían en el momento en el que una obra no llenaba su atención? Interrumpir. A veces con gritos. Otros se organizaban peleas en el patio. Había gente que se iba indignada a mitad del espectáculo. O, los más osados, practicaban el lanzamiento de verduras podridas, que significaba que aquello que se estaba poniendo sobre el escenario no era de su agrado y se lo hacían saber a los actores a su manera.

Eran muy directos en el lenguaje, ¿verdad?

No es como ahora, que somos todos muy educados, no nos vamos en medio de la función ni empezamos a gritar o tiramos de navaja en mitad de la obra. Y mucho menos nos ponemos a lanzar verduras. Que va. Nosotros, muy modernos, usamos un lenguaje secreto inconsciente que se apoya en esa extensión de nuestro cerebro que llevamos en la mano: el móvil (esta frase no es mía, la leí en alguna parte que soy incapaz de precisar, pero es buenísima y la uso). Y no lo hacemos solo en el teatro, sino también con los libros que leemos en la intimidad de nuestro dormitorio. O con las películas de la televisión o el cine. O con las charlas con amigos.

Se entiende mejor la vida con ejemplos, así que voy a poner un par de ellos.

Hace unas semanas estuve pasando el día haciendo lo que más ne gusta: moverme entre libros. Después, comí con un compañero de letras y, en el café, hablamos sobre proyectos. Nos despedimos cuando ya no había más remedio. En todas esas horas, solo usé el móvil una vez, para enviar un mensaje y advertir de que llegaría a casa un poco más tarde. No me acordé ni siquiera de hacer una sola foto, porque estaba tan a gusto viviendo que no eran necesarias. Ya se encargará mi memoria de conservar esos momentos que para mí son muy valiosos.

Hace unas semanas, tropecé con un libro que me encantó. Lo leí en una horas, estuve todo el tiempo buscando una excusa para dejarlo todo y ponerme a leer, y en ese proceso mi teléfono permaneció en silencio. Cuando volví a él tenía tropecientos mensajes que leí en resumen y de los que no me acuerdo, por supuesto. De ese día solo recuerdo las maravillosas sensaciones que me dejó el libro.

Bonito, ¿verdad?

Según lo cuento parece que yo soy perfecta e inmune a los teléfonos, pero no es cierto. Soy humana y voy llegando al meollo de la cuestión, a la razón última de esta entrada. Porque hay veces que estoy con gente tomando algo y, sin razón aparente, miro el móvil. Porque hay otras, en las que estoy leyendo un libro, echo un vistazo a la mesilla y al final acabo dejando la lectura por dar una vuelta innecesaria por Twitter. Porque la mayoría de las películas de la tele no consiguen que me olvide de él 20 minutos.

No hace falta ser muy listo para darse cuenta de lo que eso significa.

Pues con el teatro pasa lo mismo, pienso que no es que la gente sea  maleducada, es que se aburre. Y si en una gira teatral siempre ha habido un teléfono que encendía su pantalla a partir de media función... igual hay que valorar que no nos están diciendo algo más.

Pero nos lo están diciendo con algo más limpio que unos tomates podridos.

Aunque, dejadme que os diga algo que creo firmemente, hay gente muy maleducada, incapaz también de entender nada. Y sí, esto en el teatro o en la vida o donde sea, está muy feo.

domingo, 7 de enero de 2018

LOS CORRALES DE COMEDIAS



Acaba de empezar el siglo XVI y el gremio de artesanos de Madrid prepara la fiesta del Corpus con una representación. Ellos mismos, esos que en sus horas de trabajo se dedican a labrar los metales o a curtir pieles, durante unas horas se convertirán en actores. No habrá decorado, no habrá un escenario fijo: tan solo el humilde carro que después se usará en la procesión, con la pared de la iglesia al fondo.

Ni siquiera sabrán esos artesanos, aficionados a entretener a sus congéneres, que están sentando las bases del teatro que en un siglo será el mayor espectáculo del que disponga la capital. Pero han dado un paso de gigante, ha sido tal su éxito que, a mediados de siglo, ya existirán espacios donde se cobrará una entrada para verlos contar historias sobre un rudimentario tablado: los corrales de comedias. En ellos, el público se separará por clase social, puesto que los pudientes, incluido el rey, tendrán reservados los corredores de las plantas. Y por sexos: las mujeres al fondo, en la cazuela, y los hombres en el centro del patio. Ellas son espectadoras de segunda y tampoco tienen presencia en la escena. De hecho, los papeles femeninos hasta la segunda mitad del siglo los representarán hombres disfrazados...

Un escritor puede contar las cosas tal como sucedieron o darles una vuelta. A veces, solo con esto, aparecen historias inolvidables. La ficción, ante todo, es ficción. O debería serlo…