Conocí
a García Márquez en 1988.
Literariamente
hablando, claro, no tuve la fortuna de cruzar mi camino con él. En ese año leí
Cien años de soledad con la intensidad que se lee una novela que alguien se
molesta en analizar frente a tus ojos. La disfruté, la entendí, la viví y
Macondo se quedó en mis recuerdos para siempre y dejó tanta huella que ese verano fueron sus libros los que elegí como venda para curar mi herida más grande hasta ese momento, esa que deja la
muerte cuando se presenta de imprevisto y demasiado pronto para que la
entiendas.
Me
refugié en sus libros y leí todos los que había en la biblioteca, en el mismo
orden en el que estaban ordenados en la estantería pues ese verano nadie más
les prestó atención. Después, poco a poco, fui incorporando más a la lista.
Cien
años de soledad, nuestro encuentro, es una de esas lecturas que siempre me digo
que tengo que repetir pero que no me atrevo porque las sensaciones que me dejó
fueron tan buenas que a veces me da por pensar que, lógicamente, ahora no soy
la misma de entonces y quizá no la viva igual. Debería perder el miedo porque
Crónica de una muerte anunciada la habré leído... de siete a ocho veces y en
cada relectura me sorprende más que, sabiendo el final desde la primera línea,
habiéndola leído tanto, quiera seguir sumergiéndome en ella.
Ayer,
Gabo, dejó de respirar. Se apagó su voz pero sus palabras se quedarán para
siempre con quienes quieran acercarse a todas esas historias que nos dejó como
legado.
Hoy se
suceden los homenajes, el pésame, las frases rescatadas de sus novelas fundidas
con su imagen que se repiten en las redes. Habrá quien no ha leído ni una
novela pero que se apunte al carro de las condolencias. Habrá, incluso, quien
se permita la broma de mal gusto pero ya se sabe que hay gente que gusto no
tiene. Lo demuestran a cada paso que dan.
Yo quiero decirle, de nuevo, gracias.