Nunca he sido exquisita en mis peticiones a la vida. Más bien, al contrario, si algo me define es que suelo conformarme con muy poco. Tal vez por eso escribo, porque aprendí a entretener mis días con libros que releía sin descanso y para escribir mis historias solo necesitaba un cuaderno con páginas en blanco y un bolígrafo que pintase. Cosas sencillas con las que no dependo de nadie.
Últimamente, a la vida solo le pido dormir.
Ni lujos, ni compañía, ni complicidad fingida, ni siquiera una cama king size.
Solo pido dormir.
Me conformo con seis horas, pero seguidas, de las que alimentan. Es un lujo para mi alma que mi cuerpo un día me conceda el privilegio de más de tres horas de descanso ininterrumpido.
Hay noches que no toca dormir.
Lo sé porque no encuentro la postura, porque cada vez me pongo más nerviosa. Porque no sé si tengo frío o calor, si me quiero levantar o es mejor abrir el blog y relajarme escribiendo un poco, aunque sea con el móvil. Lo sé porque no funciona un vaso de leche tibia, ni ir al baño, ni contar ovejas y ni inventar el principio de una novela que no escribiré en la vida.
Me conformaría con llegar a la cama y caer rendida todos los días. Que el sueño impidiera que desconfíe de muchas cosas, que no me hiciera pensar más de lo que ya pienso en todo lo que no debo pensar.
Pero es que soy de no dormir.