CII
ORILLAS DEL DUERO
¡Primavera soriana, primavera
humilde, como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de cansancio en un páramo infinito!
¡Campillo amarillento,
como tosco sayal de campesina,
pradera de velludo polvoriento
donde pace la escuálida merina!
¡Aquellos diminutos pegujales
de tierra dura y fría,
donde apuntan centenos y trigales
que el pan moreno nos darán un día!
Y otra vez roca y roca, pedregales
desnudos y pelados serrijones,
la tierra de las águilas caudales,
malezas y jarales,
hierbas monteses, zarzas y cambrones.
¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra
mía!
¡Castilla, tus decrépitas ciudades!
¡La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades!
¡Castilla varonil, adusta tierra.
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la
muerte!
Era una tarde, cuando el campo huía
del sol, y en el asombro del planeta,
como un globo morado aparecía
la hermosa luna, amada del poeta.
En el cárdeno cielo violeta
alguna clara estrella fulguraba.
El aire ensombrecido
oreaba mis sienes, y acercaba
el murmullo del agua hasta mi oído.
Entre cerros de plomo y de ceniza
manchados de roídos encinares
y entre calvas roquedas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río,
que surca de Castilla el yermo frío.
¡Oh Duero, tu agua corre
y correrá mientras las nieves blancas
de enero el sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas,
mientras tengan las sierras su
turbante
de nieve y de tormenta,
y brille el olifante
del sol, tras de la nube cenicienta!
¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu
orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?
En esta silva, le hablas al Duero,
como si en lugar de ser agua que corre fuera un ser vivo. Y lo haces porque así
lo sientes, como el señor de este reino condenado, como la columna vertebral de
esta áspera tierra. Le preguntas sobre el destino de Castilla, pero no esperas,
por supuesto, su respuesta. No porque sea un río y los ríos no respondan al
hombre sino cuando se desbordan y reclaman su sitio o cuando se secan y
comprometen la sed de las cosechas. No. No esperas su respuesta porque la estás
viendo frente a tus ojos.
La sientes en cada paseo por sus
caminos vacíos y sus ciudades ruinosas. En cada páramo yermo y desabrigado
donde apenas crece nada.
Castilla, siguiendo la metáfora de
Manrique, a la vera de su río, se encamina al mar de su muerte.
En tu tiempo.
En el mío.
Puede tener la esperanza de la
primavera más bella, esa que se ansía como alivio entre el duro invierno y el
verano más extremo, pero no será suficiente para salvarla de una muerte tan
lenta que aún estamos doliéndonos por ella.
(Seguirá)