Cuando viajé a Lugo, no me imaginé que me fuera a tropezar con una de las protagonistas de las leyendas de Galicia; la verdad es que aún entorno los ojos cuando pienso en esta historia que sucedió a finales de verano de 2021.
Eran las tres de la tarde de un martes y estaba terminando de comer en uno de los restaurantes de la costa lucense. Había parado en aquel lugar como podría haberlo hecho en otro, porque solo necesitaba comer y seguir la ruta. Al llegar a los postres, me pareció que lo más prudente era ir al baño, pues de otro modo corría el riesgo de pasar los siguientes kilómetros buscando un sitio donde aliviar la vejiga.
Les dije a mis acompañantes que sería solo un momento.
Cuando entré en el baño, había una señora, con una edad indefinida entre los sesenta y los cien años, lavándose las manos. Empujé la puerta del urinario, pero enseguida descubrí que estaba ocupado, así que me dispuse a esperar en un rincón. El baño era grande y podíamos mantener la distancia, pero es que, además, algo en la mirada que me lanzó a través del espejo me intimidó y yo la forcé aún más.
Un escalofrío me recorrió la columna y estuve segura, en ese momento, de que me había mirado con intención de evaluarme y, por su cara, me dio la sensación de que había suspendido en algo.
Cuando terminó de secarse las manos, se dio la vuelta y me volvió a mirar, esta vez sin espejo de por medio, y me dijo unas palabras que me pusieron la piel de gallina:
-Qué ojos más tristes tienes.
Al principio no iba a contestar, pero me parecía descortés. En su tono había una melancolía infinita, que percibí con la misma nitidez que ella encontró esa tristeza en mi mirada.
-Tal vez es que he dormido mal -le respondí.
Ella me dijo que no, que tenía algo en la mirada que indicaba que estaba siendo víctima de un "trabajo". Creo que fue en ese momento cuando mis ojos se abrieron como platos y pensé que estaba zumbada del todo, pero dejé que hablase. Algunas veces, las mejores historias aparecen cuando estás esperando para ir al baño, al menos podía escucharla, aunque no fuera graciosa la palabra "trabajo" en ese contexto.
La mujer de edad imprecisa me observó con atención y finalmente sentenció que no era mal de ojo, que era algo más fuerte.
Vale, ahí ya me empecé a asustar. Un mal de ojo suena mal, pero "algo más fuerte" te hace boquear como un pececillo cuando lo sacas del agua. Aunque no creas en nada, dudas.
Me dijo que alguien, "probablemente de fuera", me había puesto encima un bloqueo que no me dejaba avanzar y que era eso lo que reflejaban mis ojos. Era por celos, eso lo tenía seguro, pero no sabía si personales o profesionales. En esos momentos mi cague había adquirido un nivel tan alto que pensé que, como la persona que estaba dentro del baño no saliera pronto, lo que me acabaría haciendo falta sería una ducha.
¿Yo víctima de qué? ¡Pero si solo salgo de casa para pasear al perro y para comprar el pan! Tengo muy pocas posibilidades de tener enemigos y mucho menos que me tengan celos por nada.
-Te lo voy a quitar yo, no te preocupes. Eso sí, tienes que pensar quién ha sido y tratar de alejarte de esa persona y de su entorno -me dijo.
Y se fue. Tan pancha, como si no me hubiera puesto el mundo del revés con unas cuantas palabras.
Me quedé allí, anclada a una baldosa, pasmada y pensando en mis hipotéticos enemigos, esperando para usar el baño que cada vez necesitaba con más urgencia. La puerta seguía cerrada. En un momento dado entró una chica y me preguntó si estaba ocupado. Iba a decirle que sí, pero me dio por comprobarlo, pues hacía tanto rato que no salía nadie, que o la persona estaba muerta o allí no había ni Dios.
Era lo segundo. Nunca había habido nadie detrás de la puerta. Nunca había estado cerrada.
Cuando regresé a la mesa del restaurante, mis acompañantes me preguntaron por qué había tardado tanto.
-Ni os podéis imaginar lo que me ha pasado...
No se creyeron una sola palabra de lo que les conté y me dijeron que, por lista, por tomarles el pelo, me tocaba pagarles la comida.
Pero estoy segura de que eso sucedió, y mucho más segura de que, a partir de ese momento, fue como si en mi vida hubiera salido el sol tras unos largos meses de tormenta. ¿Casualidad? ¿Meigas? Pues no tengo ni idea, pero dicen que haberlas hailas y esa señora tenía un poco pinta de bruja.
Pero, eso sí, resultó ser de las buenas, de las que protegen del mal.
Mayte Esteban
Relato: Septiembre, 2021