Faltaba poco para
que su padre volviera de trabajar y le esperaríamos los tres mientras jugábamos
un rato.
Llegó
puntual, como siempre, aunque algo en su rostro me dijo que traía dentro una
noticia que no me iba a gustar. Siempre he sabido leer cada uno de sus gestos,
aunque quiera ocultarlos.
Al lado
de los buzones me dio un abrazo inesperado, fuerte, como si con ese preludio
quisiera espantar el rastro amargo de lo que tenía que contarme. Después, sin
preámbulos que lo hicieran todavía más doloroso para él, lo soltó:
-Tu
padre me ha llamado esta tarde… Tiene cáncer.
En mi
interior, lo sabía. Las alarmas llevaban tiempo disparadas y mi sexto sentido,
ese que odio con todas mis fuerzas porque nunca se equivoca, me lo había
susurrado días antes.
No sé
por qué reacciono así. Supongo que es un mecanismo de defensa, pero en ese
momento no lloré. Mantuve cierta calma, mientras subíamos a casa. Me
decía que siempre hay una solución, un tratamiento, que la gente lucha y se
cura, que lo he visto otras veces en mi propia familia… Me estaba protegiendo
del dolor con pensamientos positivos, incluso mientras hablaba un poco después con
mi hermana por teléfono y ella me regañaba porque decía que no estaba siendo
razonable, que el diagnóstico era demoledor. Que tenía que despertarme del
sueño de un final feliz.
Lloré,
claro. ¡Cómo no hacerlo! Cuando se desdibujó la coraza, el mundo se me vino
encima y lo regué con una lluvia de lágrimas.
Los
días siguientes mi cerebro se desbocó. Quería hacer algo, aunque no fuera
consciente de qué era lo que podía suponer una solución. De pronto, una idea se
coló en mi mente: tenía que decirle que me contase quién había sido, cómo había
logrado convertirse en el hombre que era. Teníamos que escribir juntos su vida,
ese plan que estaba aplazado para momentos con más tiempo, para cuando mis
niños no me necesitasen tanto. Tenía que apresar cada instante que nos quedase
juntos y hacerlo especial.
Me
compré un portátil y juntos empezamos a escribir La arena del reloj.
Hoy,
años después, sé que no pude tener mejor idea. No lo mantuve conmigo, no se
puede luchar contra el destino, pero se quedaron en mí sus recuerdos, su
historia, y sus palabras, y cada vez que veo este libro me siento orgullosa de
ser su hija.