lunes, 30 de julio de 2018

¿PARA QUÉ HACER PLANES?



Este verano lo había planificado al milímetro. Iba a retomar una historia que tengo a medias desde hace varios años, la iba a ordenar y dedicaría todas las tardes a ponerle fin. Lo tenía todo más que dispuesto: ganas, rotuladores de colores, me compré un cuaderno, me inventé un sistema para recordar datos de un vistazo y no tener que volver a releer -la peor pesadilla cuando te vas dejando historias a medias- y tenía tiempo.

Después de muchos meses, había encontrado la tranquilidad necesaria para que me pudiera poner ilusionada con algo.

Pues me duró tres días, el 2 de junio, después de la Feria, ya lo había mandado todo al carajo.

Ya no tenía ganas de nada y, sinceramente, pensé que se imponía tomarme unas vacaciones que durasen, al menos, todo el verano. Había una lectura cero por ahí pendiente que de pronto quería cancelar, porque esa historia necesita tiempo y meditar algunas cosas, y porque tampoco me apetecía ponerme con ella. Nada me impedía largarme de este mundo digital y recluirme en mi salón, que con los 33 grados que alcanzar en el verano a la que me despisto es tan agradable como el infierno.

Nada, excepto la promoción de Semana.

Como soy muy responsable, decidí quedarme hasta este miércoles 1, cuando salga la revista. Después, me tomaría esas vacaciones que creo que después de muchos años sin faltar ni una semana completa de las redes me parece que me tengo que dar. Pero claro, para quedarse hasta ese día desde el 2 de junio había que entretenerse con algo que no fuera mirando Facebook. Después de unos días maquetando una novela, descubrí otro programa de maquetación muy facilito. Tanto que tardé unos 20 minutos en ventilarme la misma novela que por otros medios me había costado varios días.

Y, de pronto, una idea de las mías.

¿Qué tal si escribes una historia cortita y fácil y la maquetas?, me dije. Solo para probar con el programa, porque no tenía nada por ahí susceptible de ser maquetado. Esa historia que está en lectura cero pendiente también tiene en mi mente revisión próxima, así que no merecía la pena que perdiera ni los veinte minutos que me llevaría hacerlo.

Me puse a escribir.

Partí de una escena y, sin saber muy bien dónde iba, me lancé con tan solo una premisa: vuelca el bote del azúcar, concédete no ser realista cien por cien. La historia que acababa de maquetar era tan dura, es tan dura cuando la leo porque tiene sus raíces en la realidad, que me apetecía distanciarme de algo así. Reconozco que al principio me costó, pero le fui cogiendo el aire y divirtiéndome.

Me puse un plazo.

Mediados de agosto, que tiene su explicación porque es cuando empiezan las fiestas aquí y es cuando me voy a conceder, al menos, dormir. Tampoco es que se presenten mucho más emocionantes que otras veces -es decir, nada emocionantes para mí que soy más bien poco fiestera-, pero tengo una pausa de trabajo y podría hacerla de todo.

Creo que voy a acabar, salvo catástrofe de última hora, un poco antes.

Me ha salido una pareja protagonista muy bonita, he sido cabrona con los secundarios lo que me ha dado la gana y no tengo ni idea de para qué estoy escribiendo esto a excepción de para maquetarla, creo que es más bien para no perder el pulso, para eso que me dijo una vez Víctor del Árbol, que siempre hay que escribir, lo que sea, porque si paras después cuesta un montón volver a encontrarte contigo mismo. Pues eso he hecho -al final siempre le hago caso, menudo par de conversaciones productivas que he tenido con él- y acabo llegando a alguna parte.

Mi destino este verano, si escucho a mi intuición, me dibuja una sonrisa en los labios.

Mi intuición es una hija de puta, me cuenta noticias malas incluso antes de que se produzcan, con la misma intensidad que si me dieran con un bate de béisbol en la cara, pero también me susurra cosas buenas.

Y ha habido una cosa que me ha hecho sonreír y mucho.

Espero que sea tan buena para lo bueno como lo es para lo malo, porque si lo malo era jodido, lo bueno es espectacular.