Este relato formó parte de una antología. |
Llegó a la recepción del hotel
dos minutos después de las cuatro. El tren había sufrido un retraso y encontrar
un taxi anuló el tiempo extra que había calculado para no ser impuntual. Odiaba
que la esperasen. Las puertas correderas
se abrieron a su paso y enfiló hacia el mostrador sin fijarse en las personas
que ocupaban la amplia sala de acceso al hotel. La mano que retuvo su brazo le
provocó un cosquilleo. Ya sabía a quién pertenecía.
—Puntual
—dijo la voz de hombre que jamás había escuchado.
—Veo
que tú lo has sido aún más.
—No,
yo he llegado con demasiado tiempo. Eso no es ser puntual.
Empujó la maleta y le hizo un
gesto para que se dirigiera al ascensor. Él se había ocupado del registro y en
su mano portaba la tarjeta de acceso a la habitación 322. Ella se dejó conducir
con una calma que era solo aparente. Cuando las puertas del ascensor se
cerraron, él lanzó una pregunta:
—El
viaje, ¿bien?
—Sí,
todo perfecto.
Apoyó la espalda en uno de los
laterales del ascensor, intentando deshacerse de los nervios que atenazaban su
garganta. La proximidad de aquel hombre al que no había visto hasta hacía un
momento, el leve gesto de cogerle el brazo había arrasado con su aplomo.
—¿A
nadie le ha parecido mal que desaparezcas un fin de semana?
—Dijimos
que no habría preguntas personales, ¿lo recuerdas? No preguntes.
No fue seca ni cortante, fue
clara. Desde el principio el pacto había sido ese, no preguntar nada, no querer
saber más allá de lo que quisiera contar.
El pasillo se le hizo eterno y breve
a la vez. Quería llegar cuanto antes a la habitación, esconderse de los ojos
que eventualmente pudieran estar observándola. Aunque estaba segura de que
nadie la conocía se sentía vulnerable. Por otro lado quería prolongar ese
momento porque sabía que, una vez que atravesase la puerta, no podría dar
marcha atrás. Más nervios se sumaron a los que ya la acompañaban aunque no
había una sola duda.
El mecanismo de la puerta
funcionó a la primera, la luz verde al lado del picaporte indicó que el acceso
estaba libre y respiró. Cuando él cerró suavemente y dejó la maleta en el suelo
sus miradas se encontraron. Había llegado el momento de comprobar si sería
capaz de seguir adelante.
—¿Estás
bien? —preguntó él.
Ella agarró su mano izquierda y
la posó con suavidad en su pecho para que viera que el corazón le latía con una
fuerza desbocada. Él hizo lo mismo y comprobaron que ambos se encontraban en la
misma tesitura. Se quedaron así unos instantes, sintiendo. Él fue quien primero
reaccionó. El tiempo que tenían era escaso, no podían perderlo en evaluarse
porque además corrían el riesgo de que uno de ellos, o los dos, pensara que era
una locura y acabase atravesando la puerta en dirección a la salida.
Ella retiró su mano y abrió la
maleta.
Puso un sobre en la mesilla de
la derecha y otro, más abultado, en la de la izquierda. Se movió despacio por
la habitación, sacando prendas y colocándolas con calma en el armario. Reservó encima
de la cama el camisón de seda. Lentamente se deshizo de sus ropas, mientras él
no dejaba de observarla fascinado, sentado en el único sillón de la estancia. Se
lo puso sobre su cuerpo desnudo. Después, cuando un vistazo rápido le confirmó
que todo estaba como había planeado, abrió las sábanas y se tumbó con el rostro
vuelto hacia la ventana.
—Cuando
quieras.
Él
esperó a que ella cerrase los ojos. Miró el perfil de su cuello y guardó la imagen en su retina, una foto imaginaria en la que recrearse cuando ya no estuviera. El disparo
apenas sonó, amortiguado por el silenciador del arma. Permaneció unos instantes
observándola, intentando entender por qué alguien toma la decisión de que
acaben con su vida. En uno de los sobres estaba la respuesta, pero no era para
él. Dudo un instante si abrirlo.
Cogió el otro, el suyo, y se
marchó de la habitación.
Unas horas después, una
desconcertada camarera de pisos se llevó el susto de su vida.
Mayte Esteban
Segovia, julio de 2014.