Pero no es así.
La realidad no nos muestra todas sus caras porque nos falta uno de los sentidos: la vista. El día que la venda deshace el nudo y resbala por nuestra cara, la luz entra a raudales en unas retinas desacostumbradas. Entonces, tal vez por el impacto de la claridad, por el miedo a lo que nos podamos encontrar, por la seguridad que nos daban nuestras propias tinieblas, agarramos nuestra venda y tratamos de volver a colocarla.
Las vendas que se caen de los ojos no ajustan nunca más.
Cerramos los ojos, los oídos y hasta el corazón, porque el dolor en las pupilas con la presencia de tanta luminosidad puede ser insoportable, pero eso no sirve. No se puede vivir mucho tiempo con los ojos apretados. Un día, uno cualquiera, los párpados empiezan a abrirse poco a poco. Quizá se cierren un par de veces, porque tanta luz impide hasta respirar, pero finalmente, despacio, siempre muy despacio, los ojos se abren.
Y la luz ya no duele.
Ahora lo que hace es iluminar la escena. Nos descubre que los otros sentidos nos habían contado casi la verdad, pero se habían dejado un montón de matices.
Aprendemos.
Y con el aprendizaje, detestamos esa venda y bendecimos el día que se soltó.
#microrrelato