Hay veces que lo sabes, que se sabe que es la última vez en nuestra vida que haremos algo. El último día de primaria, por ejemplo. Se nos queda marcado a fuego en la memoria porque apresamos las emociones para echar mano de ellas si nos ataca la nostalgia.
Sin embargo, otras veces, no sabemos que esa será la última vez. Ni siquiera hay la más mínima sospecha, así que nuestro cerebro no guarda, no mima, no atesora para otro momento y, cuando queremos recordar, no se puede.
No recuerdo el último día que vi a mi amigo Javi antes de ponerse enfermo. Nadie sospechó que en tres meses se iría y ese día fue uno más de los muchos que compartimos en nuestra juventud.
Tampoco recuerdo el último viaje que hice con mi padre, porque él iba a ser eterno y porque los padres se hacen mayores y achacasos, envejecen mucho antes de morir y no se dejan a sus niñas en medio de una tormenta. ¿Cómo iba a guardar recuerdos, si él iba a seguir a mi lado?
Hace poco más de un año, me despedí de amigos dando por hecho que nos veríamos en semanas. Ni siquiera hubo abrazos largos que dejaran una huella en nuestras pieles, solo, tal vez, porque no lo recuerdo, un "nos vemos pronto" que en algunos casos ya es un "no nos vamos a volver a ver nunca".
En enero de 2020, el día 10, estuve en un encuentro para hablar de La colina del almendro y tampoco sabía que era una última vez...
Nuestra última vez.