Nos pasamos la tarde observándonos, midiendo las distancias para no cometer errores. Yo estaba segura de que te quería en mi vida pero llegaste de un modo tan inesperado que al principio no supe cómo reaccionar. Tú no lo sabías, pero estabas en mis sueños de niña. Te quería incluso antes de saber que tendrías los ojos azules. Esa tarde, mis manos frías y mi mente ardiendo en deseos de abrazarte, sabiendo que no podía lanzarme sin saber si era realmente lo que tú querías. Tenía que ser paciente, esperar. Si sabía darte tiempo, te tendría. Si me precipitaba quizá todo se fuera al traste antes de empezar siquiera.
Me senté en la escalera. Pasó mucho tiempo, tanto que mis piernas empezaron a quedarse heladas, pero no quería moverme de allí. Tú estabas ahí, parado frente a mi mirada, sin accionar ninguno de los músculos de tu cuerpo. Estabas tomando las mismas precauciones que yo. De pronto, cuando creía que todo estaba perdido, que no llegaríamos a ninguna parte, diste un paso al frente. Fue sigiloso, precavido pero, al fin y al cabo, un paso adelante. Ahí reconozco que el mérito de que acabaramos juntos fue sólo tuyo.
Diste vueltas alrededor de mí. Seguías tenso pero había seguridad en tus movimientos. Sabías ya que querías estar a mi lado. El tiempo que tardaste, a partir de entonces, fue para mí como un solo segundo. Estaba emocionada, alucinada porque ya me había convencido para entonces que empezaba una relación especial. Con uno de esos movimientos pausados que te caracterizaron siempre, te subiste en mis piernas, Entonces yo acaricié tu lomo y estuve segura de que, por fin, después de soñarlo tanto tiempo, tenía un gato.
Durante diecisiete días fuimos un equipo. Yo me encargaba del mantenimiento mientras tú inventabas los juegos. Te pegaste a mis pies con una fidelidad que yo sólo creía propia de los perros. Yo podía ver una sonrisa en tus ojos cuando jugábamos. Podía entender que me estabas diciendo que lo sentías cuando te reñía por cualquier trastada. Pude sentir tu felicidad el primer día que te dejé solo en el patio, cuando destrozaste todas las plantas.
El día dieciocho no pude encontrarte. Me desesperé, di vueltas por el barrio, pregunté a todo el mundo. Dos horas después supe que había un gato como tú muerto en la curva del castillo, a doscientos metros de casa. Decidiste montarte en la grua de Alberto y explorar el mundo, pero no llegaste lejos. Dejé de buscarte pero no he dejado de soñar que aparecerás algún día de nuevo en mi puerta, llamándome insistente porque tienes hambre.
Mayte Esteban
1999
Recopilación de relatos breves.