Mostrando entradas con la etiqueta relato breve. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta relato breve. Mostrar todas las entradas

martes, 26 de marzo de 2024

DESPEDIDAS

Hay inviernos pespunteados de tristeza, deslucidos y ásperos, cuyos días se balancean entre sabores amargos de despedida y torpes intentos de sonrisa. Se van dejando paso a una primavera marchita, que asoma leve y fría, ordenado a los gélidos vientos del norte que adviertan a nuestros corazones susurrándonos su mensaje: no os fieis de estos días sazonados de lluvia, de este paréntesis suave. 

Todo termina.




NO SOBRAN

 

No sobran en el mundo los abrazos ni las palabras dulces que hacen palpitar el corazón, que les dan alas a los dedos y suavizan los rigores de la vida. No sobran la oxitocina, serotonina y dopamina, y si no sobran, el sistema inmune se resiente. Como a una planta que se le niegan el agua y el sol, se arruga y la seguridad, energía y fortaleza ceden sus sillas al estrés, que como buen señor de este siglo se ha pedido todos los asientos de primera fila.

Qué fácil es abrazar para mejorar la vida, la memoria, el corazón triste, el insomnio y la autoestima y qué complicado se pone a veces encontrar ese confort, esos brazos que reciben dispuestos a apretar tu cuerpo con algo más que cortesía.

Ni siquiera es un beso lo mejor que puedes darle a alguien, es un abrazo.




domingo, 3 de febrero de 2019

CUATROCIENTOS SETENTA Y OCHO DÍAS.

Cuatrocientos setenta y ocho días.

Se había entretenido en contarlos calendario en mano y con paciencia infinita. Un par de veces, para asegurarse de que la cifra era la correcta, que no se le despistaba un día por culpa de un año bisiesto o que no confundía los meses de treinta con los de treinta y uno, aunque en realidad aquello no tuviera ninguna importancia. ¿Qué más daba un día arriba o abajo? ¿Qué importaba si fueran dos semanas menos o incluso un mes? Solo eran días acumulados en la cuenta de una amistad que empezó cuatrocientos setenta y ocho amaneceres antes.

Una amistad que era la luz de sus días.

Los contó porque su mente matemática transformaba cada experiencia en números: las veces que habían tomado algo juntos, los paseos por el parque, las fiestas a las que la había acompañado, los libros que se habían recomendado o incluso las veces que ella no había acudido a una de sus citas. Gráficos imaginarios que ilustraban sus elucubraciones y dibujaban un balance positivo entre los dos, una línea en alza que prometía futuro.

Aquella tarde, en la que contó los días y trazó gráficas, habían quedado pero, por primera vez, ella no se presentó a la cita. Para ser precisos, para no faltar a la verdad, había algo inexacto en aquella afirmación algo intolerable para un chico de ciencias puras. La cita solo era una costumbre repetida, ninguno le otorgó formalidad una llamada para quedar o con una frase el día de antes que la confirmara, pero él lo daba por hecho, porque así venía siendo su amistad desde hacía algo más de un año. Nada de planes ni obligaciones por parte de los dos, aunque al final ambos siempre acudieran puntuales a su no cita diaria.

Por eso contó los días, porque mientras la esperaba no se le ocurrió otra cosa que hacer para calmar la ansiedad, ese monstruo que se despertó cuando el reloj empezó a rebasar la hora de siempre y el viento no le trajo el aroma de su perfume anunciándole su llegada. Tampoco se dibujó su silueta a lo lejos, mientras la tarde caía y se desdibujaban sus colores.

Cuatrocientos setenta y ocho días.

Repasó muchos de ellos mientras la luz del sol se iba apagando. Algunos le provocaron una sonrisa de nostalgia, sobre todo los del principio, cuando eran amigos nuevos y ninguno sabía cómo comportarse, cuando las frases les salían cargadas de precauciones que, con el tiempo, descubrieron que resultaban innecesarias. Otros, los recuerdos de alguna vez que se enfadaron, plantaron en su rostro una mueca de disgusto que enseguida se volvió sonrisa. Sus enfados duraban poco, pero es que era imposible enojarse con ella. Al rato le buscaba para disculparse, aunque muchas veces ni siquiera fuera la responsable de aquel desencuentro, y sus ojos de hada, brillantes e inquietos, deseosos de retomar sus dulces tardes compartidas le ganaban. Funcionaban como una varita y lanzaban un hechizo que borraba de un plumazo las nubes. Y entonces él también acababa pidiendo perdón, aunque a veces ni siquiera recordase qué había causado en enfado. Lo último en el mundo que quería era verla triste y perderse esos momentos que eran lo mejor de sus días.

Se levantó intranquilo. No podía seguir esperando, el retraso era tal que empezó a pensar que había sucedido algo grave. Ella nunca le fallaba, siempre acudía. ¿Dónde estaba? Dudo si seguir esperando o salir en su busca y, al final, ganó también una operación matemática inconsciente: si no había llegado en todos aquellos minutos que hacía que se retrasaba, ya no lo haría. El retraso se salía del gráfico de la media de los que llevaba acumulado en aquellos años, así que supuso que esa desviación tan grande no podía ser sino algo ajeno a su voluntad.

Su corazón, alentado por los cuatrocientos setenta y ocho días que hacía que latía feliz cuando estaba a su lado, se convirtió en un loco descontrolado. Empujó a sus pies y estos eligieron el camino de la casa de ella. No se le ocurrió otro lugar por el que empezar a buscarla. Todavía era aquel tiempo en el que las personas sabían vivir sin un teléfono en el bolsillo.

Anduvo. Primero, calmado. Después, ansioso. Al final, descontrolado, empezó a correr. Esquivaba a los peatones, se impacientaba cuando el tráfico le obligaba a parar frente a una calle. No respetó semáforos ni pasos de peatones hasta que llegó a la puerta de su casa.

Cuatrocientos setenta y ocho días se congelaron frente a sus ojos al llegar allí.

La vio. No le sucedía nada, al menos nada malo. No había sufrido un accidente ni estaba en peligro. Los besos no son peligrosos si los deseas. Y ella, a juzgar por el brillo en sus ojos de hada, deseaba ese beso que un muchacho desconocido para él plantaba en sus labios. Tenía que haberlo imaginado, ni siquiera un ángel como ella podía esperar tanto a que se decidiera a decirle lo que sentía. Nunca se había atrevido y ella, esa tarde, cuatrocientas setenta y ocho después de la primera que compartieron, había tomado otro camino. No servía buscarle defectos a ese chico, en realidad la culpa era solo suya: era idiota. Había presupuesto que ella estaría siempre, pero no fue así. Se le había olvidado decirle lo que sentía o concederle un beso.

Acababa de descubrir, tarde, que las hadas también necesitan besos.


jueves, 31 de enero de 2019

AQUELLAS TARDES DE SOFÁ Y LIBRO



Las tardes de sofá y libro empezaron a finales de un mes de octubre en el que hacía un frío inusual. El día, uno más de una semana anodina, parecía condenado a convertirse en uno de esos que se olvidan, pero viró el rumbo de la rutina desde recién estrenado: lo recibí despierta y así seguí hasta que terminé la novela que estaba leyendo, cuando ya habían pasado con creces las cuatro de la madrugada. 

La primera consecuencia fue que mi cuerpo acusó el golpe de una noche demasiado breve. Unas tremendas ojeras y más desgana de la habitual me acompañaron al instituto y se sentaron conmigo en el pupitre. Para evitar dormirme, la clase de Física y Química la pasé entera fantaseando con los personajes del libro, dándole vueltas a lo que me habían hecho sentir, algo mucho más interesante que los enlaces covalentes. Me pareció escuchar algo de ellos mientras yo seguía perdida en la ciudad de la novela y la aventura que habían vivido los protagonistas. La clase de Matemáticas se pareció mucho. Recuerdo que trató sobre límites, pero los míos divagaban por los de la historia que había leído y su posible continuación. Yo sabía de sobra que no la tenía, pero se me había ocurrido cómo seguir y no podía frenar a mi fértil imaginación.

La idea de escribir esa continuación empezó a tomar forma en mi cabeza. Miré el reloj; aún quedaban demasiadas horas para volver a casa. Un suspiro de contrariedad se escapó sin permiso de mi cuerpo. Era la señal de que me resignaba a aguantar como pudiera -y sin dormirme- hasta que terminase la mañana. El profesor de matemáticas lo interpretó de otro modo. Dejó de escribir en la pizarra, se dio la vuelta y, con la tiza en alto me preguntó: "¿Estás bien?" Pensé en aprovecharme de la mala cara que tenía para decirle que no y regresar a casa, pero mi madre me había regañado por quedarme leyendo hasta tarde y con ella no colaría lo de que estaba enferma. Le dije que no me sucedía nada y procuré prestar atención a los límites.

Procuré...

Después tocaba Religión. Lo que no habían logrado los enlaces covalentes y los límites estuvo a punto de conseguirlo el cura. El tono monocorde de su voz te empujaba hasta los dominios de Morfeo hasta cuando habías pasado una larga noche con él. La mía había sido tan breve como el encuentro clandestino entre dos amantes, por lo que si no hacía algo me acabaría dando un cabezazo contra la mesa. Abrí el cuaderno de la asignatura, que llevaba trasladando desde primero en la mochila, y por primera vez escribí algo en él, aunque no tenía nada que ver con lo que se decía en clase. Cuando sonó el timbre del recreo apenas lo escuché y tampoco le hice caso. Continué sentada en mi pupitre escribiendo, ignorando la invitación de mis amigas para dar una vuelta hasta la plaza.

Después del recreo teníamos Lengua e Historia y me las pasé tomando apuntes... o eso parecía, porque en realidad seguía trabajando en ese relato para el que había tomado prestados los personajes de una novela. El sueño se había evaporado y hasta me pareció que el último timbre de la mañana, ese que siempre esperaba con ansiedad, resultaba demasiado inoportuno.

Volví a casa corriendo y comí, y aunque mi intención era seguir escribiendo, me dormí con el cuaderno en las manos en cuanto me senté en el sofá. Desperté alrededor de las cinco con intenciones renovadas. Iba a seguir, pero no en casa sino en la biblioteca, y allí me presenté con una doble misión. Por un lado, devolver el libro que había ocupado mi noche y llevarme otro para empezarlo antes de dormir. Por otro, buscar una mesa en la que no hubiera nadie y seguir escribiendo mi historia. Porque, a esas alturas, aunque fuera una ladrona confesa de personajes, la historia que ocupaba las páginas del cuaderno de Religión era completamente mía.

La primera misión la completé sin problema. Encontré enseguida otro libro e hice los trámites de devolver uno y tomar prestado el otro.

La segunda fue un fracaso. No sé qué pudo pasar esa tarde, tal vez que había empezado el frío o los exámenes, pero no había ni una sola mesa libre. De hecho, apenas quedaban sillas libres sueltas en las mesas que no estaban del todo ocupadas. Por segunda vez en el día solté un suspiro sonoro que, en el silencio de la biblioteca, provocó que un montón de ojos se volvieran hacia mí.

Hice amago de marcharme, pero en el último instante localicé un sitio ideal en el que instalarme: el sillón donde se leía la prensa. Allí solo había un chico. Tenía un cómic en las manos y estaba sentado en un extremo. Si yo ocupaba el otro, no nos molestaríamos. Tendría que apoyar el cuaderno en las rodillas para escribir, pero a cambio era un sitio cómodo y calentito donde seguir dejando que mi imaginación se convirtiera en un trazo de tinta.

Cuando me acerqué para sentarme, el chico levantó la cabeza y sonrió.

No era a mí, estaba tan inmerso en su libro que ni siquiera se dio cuenta de que le estaba mirando, pero yo fui víctima de su maravillosa sonrisa. Y de sus increíbles ojos azules. Y de la felicidad que transmitía armado tan solo con un libro. Si aquello hubiera sido una película, estoy segura de que la música habría remarcado ese instante. 

Sucedió algo en mí; ya no me apetecía escribir el relato de los personajes con los que me había mantenido despierta en clase, acababa de encontrar al protagonista de una historia que no tendría que robarle a nadie. Tendría que inventarlo todo de ese chico, porque lo único que sabía de él era que estaba sentado en la biblioteca un frío día de finales de octubre, con un cómic en las manos.

Y que tenía unos preciosos ojos azules y una sonrisa encantadora.

Me quedé sentada en el sofá durante un largo rato, fingiendo que hacía algo, pero en mi boli no se movía. Se había quedado tan atontado como yo. Cuando vi que se levantaba, reaccioné.

-¿Me lo dejas? -le pregunté, señalando el cómic que llevaba en la mano.

Fue lo primero que acerté a decirle. Me lo dio con una sonrisa de las suyas y yo abandoné el cuaderno para fingir un inusitado interés por Asterix y Obelix hasta que se fuera de la biblioteca. Pensé que lo haría, pero no se marchó. Al poco volvió con otro cómic que dejó a mi lado en cuanto lo terminó. Esperó a que acabase de leer el que me había dejado primero para llevárselo a la estantería antes de traer uno nuevo para él.

-Este es mejor que el otro -me susurró al pasar por mi lado rumbo a la estantería.

No hubo muchas más palabras aquella tarde, aunque sí eligió todos mis libros. Esa la primera tarde de sofá y libro fue el principio de muchas durante años. Puede que estuviéramos en una biblioteca cuyas ventanas daban a una calle de un lugar sin magia, pero para nosotros dos ese sofá fue como atravesar el armario de Narnia.

Nos abrió las puertas de un mundo en el que la imaginación era la dueña y nosotros los protagonistas de la historia.

Al final no me inventé su nombre ni escribí su historia, ni aquella otra que se quedó a medias en el cuaderno de Religión. No hizo falta. Me lo dijo él una tarde cuando se nos acabaron los cómics y salimos a la calle. Desde entonces, la historia la construimos entre los dos. 

La historia de una amistad adolescente que empezó con un sofá y un libro.




martes, 18 de diciembre de 2018

LA HABITACIÓN 322

Este relato formó parte de una antología.




Llegó a la recepción del hotel dos minutos después de las cuatro. El tren había sufrido un retraso y encontrar un taxi anuló el tiempo extra que había calculado para no ser impuntual. Odiaba que la esperasen.  Las puertas correderas se abrieron a su paso y enfiló hacia el mostrador sin fijarse en las personas que ocupaban la amplia sala de acceso al hotel. La mano que retuvo su brazo le provocó un cosquilleo. Ya sabía a quién pertenecía.
         —Puntual —dijo la voz de hombre que jamás había escuchado.
         —Veo que tú lo has sido aún más.
         —No, yo he llegado con demasiado tiempo. Eso no es ser puntual.
Empujó la maleta y le hizo un gesto para que se dirigiera al ascensor. Él se había ocupado del registro y en su mano portaba la tarjeta de acceso a la habitación 322. Ella se dejó conducir con una calma que era solo aparente. Cuando las puertas del ascensor se cerraron, él lanzó una pregunta:
         —El viaje, ¿bien?
         —Sí, todo perfecto.
Apoyó la espalda en uno de los laterales del ascensor, intentando deshacerse de los nervios que atenazaban su garganta. La proximidad de aquel hombre al que no había visto hasta hacía un momento, el leve gesto de cogerle el brazo había arrasado con su aplomo.
         —¿A nadie le ha parecido mal que desaparezcas un fin de semana?
         —Dijimos que no habría preguntas personales, ¿lo recuerdas? No preguntes.
No fue seca ni cortante, fue clara. Desde el principio el pacto había sido ese, no preguntar nada, no querer saber más allá de lo que quisiera contar.
El pasillo se le hizo eterno y breve a la vez. Quería llegar cuanto antes a la habitación, esconderse de los ojos que eventualmente pudieran estar observándola. Aunque estaba segura de que nadie la conocía se sentía vulnerable. Por otro lado quería prolongar ese momento porque sabía que, una vez que atravesase la puerta, no podría dar marcha atrás. Más nervios se sumaron a los que ya la acompañaban aunque no había una sola duda.
El mecanismo de la puerta funcionó a la primera, la luz verde al lado del picaporte indicó que el acceso estaba libre y respiró. Cuando él cerró suavemente y dejó la maleta en el suelo sus miradas se encontraron. Había llegado el momento de comprobar si sería capaz de seguir adelante.
         —¿Estás bien? —preguntó él.
Ella agarró su mano izquierda y la posó con suavidad en su pecho para que viera que el corazón le latía con una fuerza desbocada. Él hizo lo mismo y comprobaron que ambos se encontraban en la misma tesitura. Se quedaron así unos instantes, sintiendo. Él fue quien primero reaccionó. El tiempo que tenían era escaso, no podían perderlo en evaluarse porque además corrían el riesgo de que uno de ellos, o los dos, pensara que era una locura y acabase atravesando la puerta en dirección a la salida.
Ella retiró su mano y abrió la maleta.
Puso un sobre en la mesilla de la derecha y otro, más abultado, en la de la izquierda. Se movió despacio por la habitación, sacando prendas y colocándolas con calma en el armario. Reservó encima de la cama el camisón de seda. Lentamente se deshizo de sus ropas, mientras él no dejaba de observarla fascinado, sentado en el único sillón de la estancia. Se lo puso sobre su cuerpo desnudo. Después, cuando un vistazo rápido le confirmó que todo estaba como había planeado, abrió las sábanas y se tumbó con el rostro vuelto hacia la ventana.
         —Cuando quieras.
         Él esperó a que ella cerrase los ojos. Miró el perfil  de su cuello y guardó la imagen en su retina, una foto imaginaria en la que recrearse cuando ya no estuviera. El disparo apenas sonó, amortiguado por el silenciador del arma. Permaneció unos instantes observándola, intentando entender por qué alguien toma la decisión de que acaben con su vida. En uno de los sobres estaba la respuesta, pero no era para él. Dudo un instante si abrirlo.
Cogió el otro, el suyo, y se marchó de la habitación.
Unas horas después, una desconcertada camarera de pisos se llevó el susto de su vida.
        

Mayte Esteban
Segovia, julio de 2014.

sábado, 9 de junio de 2018

TODO SEGUIRÍA IGUAL



Llevaba ya la friolera de cinco años como candidata al puesto. La vez anterior, cuatro años atrás, se había quedado a las puertas de conseguirlo; una enfermedad inoportuna se llevó todas sus posibilidades, pero no se rindió. Pensó que había que ponerle al tiempo buena cara, que había que seguir trabajando con honestidad y firmeza y, cuando el puesto quedase libre, ella sería la más cualificada para conseguirlo.

El incremento de sueldo era considerable, pero no lo quería por eso, sino algo más intangible: lo habría logrado sin llevarse por delante a nadie, esperando, preparándose mucho para, una vez en él, ser la mejor.

A finales de abril, con la primavera mostrándose en todo su esplendor, tuvo la primera entrevista. A juzgar por las sensaciones, todo parecía encarrilado. Quince días más y sería la definitiva. Se preparó para ella. Solo llegó cinco minutos tarde, los que le llevó dar con la puerta correcta, puesto que habían cambiado el lugar de la reunión y no había sido avisada.

La entrevista con el jefe fue distendida. Duró exactamente una hora, en la que trató de ser agradable. Los primeros treinta minutos tuvo la sensación de que estaba a punto de conseguirlo, pero algo en las palabras de él le hizo dudar.

Dos veces.

Se fue de allí, a pesar de todo, contenta.

Los siguientes días, las noticias no llegaban. Empezó a ponerse nerviosa, pero trató de concentrarse en su trabajo. Esa espera alteró sus nervios, pero no fue capaz de llevarse por delante la ilusión de conseguir, al fin, el trabajo.

El resultado llegó tres semanas después de la entrevista.

Ni siquiera se lo comunicaron en persona, lo vio publicado en el tablón de anuncios y también presenció las felicitaciones a la que sí había conseguido el puesto. No la había visto por allí nunca, pero al fin y al cabo el puesto era abierto y ella había sentido que algo en la entrevista había ido mal.

Sintió la decepción pateándole las tripas, pero se obligó a sonreír, a seguir en su mesa de siempre a centrarse en los papeles que ocupaban sus días. Todo seguiría igual, salvo por un detalle.

Ya no se presentaría candidata.

Nunca más.

lunes, 27 de noviembre de 2017

UN VIAJE DE IDA Y VUELTA




Sentado en el vagón de vuelta a casa, no puedo dejar de pensar en este tiempo contigo. Es curioso que algo que me ha hecho sentir tan profundamente no sea capaz de precisar cuándo empezó. No hubo violines sonando en mis oídos. No sentí que una flecha atravesara mi pecho y me fulminara, dejando mi pobre cuerpo rendido a tus pies. No tuvimos una primera cita memorable.

No.

Solo fuimos dos almas que se vieron sin verse una tarde de diciembre y se fueron aprendiendo poco a poco. Día a día, como la lenta gota de agua que erosiona la roca, tú fuiste arañando mi corazón hasta hacerte un hueco en él. Casi sin que me diera cuenta. Un día, sencillamente estabas y yo ya no sabía avanzar sin ti. Te empecé a necesitar, como se necesita el camino para dejar que tus pasos dibujen un futuro. Eras la cama en la que descansaba, la mesa que saciaba mi hambre y la música que ponía en mi alma farolillos de colores, fingiendo que siempre era fiesta. Hicimos juntos ese viaje. Dos manos entrelazadas, dos corazones distintos que se completaban. Uno más uno, uno solo, haciendo que las matemáticas fallasen estrepitosamente.

Que curioso es el tiempo cuando amas. Se contrae y fluye rápido, los días se acortan, se escapan de entre los dedos aunque en tu interior reine el verano de días eternos. Esa ida alegre tiene el sonido de tu risa, los te quiero a media voz, los juegos locos que solo pretendían prender un brillo de felicidad en tus ojos porque su reflejo me hacía también feliz a mí.

Luego llegó el invierno.

A él sí que lo noté, porque el frío me pilló desprevenido. Te había dado mi abrigo y, aquella tarde, me quedé desnudo frente a ti. Tirité por dentro, desarmado, herido por el hielo de unas palabras que no esperaba. Hice lo que se hace con el invierno, combatir con fuego su gélido aliento. Poco a poco pasaron esos días infelices.

Y volví a creer que regresaría el brillo de tu mirada, las risas y los te quiero susurrados.

Solo fue un vago espejismo, la vuelta estaba en marcha, yo ya estaba rumbo a este vagón donde hago el viaje de vuelta solo. Derrotado. Vencido. Ahora los días cortos se hacen tan largos que prefiero cerrar los ojos y no pensar. No quiero ver la luz porque me recuerda otro tiempo, una historia que nunca quise que terminara, pero que tengo que aprender a aceptar que ya pasó.

Que ya estoy de vuelta de ese viaje.



Relato publicado en El Adelantado de Segovia.



lunes, 23 de octubre de 2017

QUERIDO JAMES




Me acabo de asomar a tu catre y he visto que descansas. Se oye tu respiración pausada y no he querido despertarte, no ahora que al fin has logrado dormir un poco. La jornada ha sido interminable y tan dura como todas desde que llegamos aquí, no pienso interrumpir este reposo que tanta falta nos hace. Aquí el silencio apenas existe, solo es posible descansar a estas horas, y de ningún modo quiero privarte de ello. De día atronan las balas y los cañonazos, que se escuchan como si estuviéramos en primera línea de la batalla cuando el viento sopla del este. De noche, el aire se llena con los gemidos y los gritos de quienes nos llegan con la metralla sumergida en sus entrañas. Solo existen estos extraños minutos de paz y silencio hasta que Megan y Liz llegan con la ambulancia. A mí, en estas horas, los que me abruman son mis propios fantasmas. No se callan, aprovechan para torturarme, como si no fuera bastante tortura sobrevivir en el infierno. Me privan de ese descanso con el que te has encontrado hoy tú.

Esta madrugada pienso en ideales en los que ya no creo, en esa idea de patria con la que nos vendieron un pasaje al horror. Es todo una mentira, enorme cuando el precio a pagar por defenderla son las vidas rotas que pasan cada noche por nuestras manos. Esas y las que se quedan en el barro a merced de las ratas.

Y las nuestras, que aunque menos expuestas al peligro, también se han perdido. Uno se pierde a sí mismo cuando deja de soñar.

Me decías un día que tú ya no soñabas y yo, inocente aun, te contesté que yo sí. Qué extraño y qué lejano suena. Soñaba con el sonido de un piano, con un paseo en París, con una comida con mesa y mantel. 

Y soñaba contigo... Justo lo que tengo, pero que nunca tendré. Qué paradoja, ¿verdad? Un año impregnándonos en el olor de la muerte nos ha convertido... ¿en qué?

Te tengo y ni siquiera te rozo, aunque mis manos te toquen y mi piel arda cuando la acaricias. Qué paradoja que a una descreída como yo, que reniega de que seamos algo más que un cuerpo, que no cree en ningún dios, haya acabado descubriendo aquí, donde se pierde la fe, que sí tenemos eso que tú llamas alma. Yo ahora lo sé porque siento la tuya. Me prestas cada día el alivio de tu cuerpo, me reconfortas con tus manos y tus besos, pero nunca me dejas llegar a esa parte de ti. Y siento que tu corazón está tan lejos de mí como ese Londres que ambos añoramos. 

No sé quién es ella, la que te tiene, pero créeme que la envidio. 

Ya escucho llegar a la ambulancia. Es hora de trabajar, de intentar salvar alguna vida. Destruiré esto que he escrito antes de despertarte, no es necesario que sepas que yo sí me he entregado a ti. Te he dado hasta esa parte que no creía que tuviera.

Mi alma.

Elsie.

Ypres
Junio, 1915
Puesto de primeros auxilios

martes, 22 de agosto de 2017

LA CONFIANZA



Paseó sus dedos por el jarrón de la entrada, mientras aguardaba a que Ana se terminase de vestir en la planta de arriba. Su amiga era así,  jamás era capaz de estar preparada a la hora que quedaba. Clara casi había olvidado la rutina de esperarla mientras se maquillaba, aunque la verdad era que no le importaba mucho. La tardanza de Ana compensó a Clara muchas veces. Todos los chicos se volvían para admirar su exótica belleza en cuanto entraban en los locales de copas y eso siempre había sido genial porque cada noche solo podía decidirse por uno de ellos. Entre el montón de rechazados siempre quedaba alguno que acababa charlando con Clara y se convertía en su conquista del fin de semana.

Sin haberse esforzado nada.

No era que Clara no fuera guapa, pero le daba mucha pereza pasarse el tiempo decidiéndose por un modelito y no tenía ni idea de maquillarse con el estilo de Ana. Junto a ella apenas llamaba la atención. Prefería recoger lo que su amiga iba descartando, sin importarle demasiado. Así, una noche, había conocido a Rafa, un tipo interesante con pinta de intelectual despistado que había cambiado su vida. Ana se decantó por un rubio alto, de cuerpo musculoso y ojos verdes, y Rafa acabó siendo consolado por Clara. Entre ambos surgió una historia que llevaba casi un año de recorrido. Esa noche, Ana le había pedido a Clara que recordasen viejos tiempos y había quedado con ella de nuevo. Le pareció buena idea porque llevaba varias semanas sin salir apenas. Rafa estaba preparando unas oposiciones que se aproximaban y muchos fines de semana se excusaba con ella, que no tenía más que hacer que leer un libro o ver alguna película en la televisión.

El plan de Ana llegó como algo inesperado, unos momentos de diversión que le estaban haciendo falta.

Clara seguía acariciando aquel jarrón, cuando notó en la yema de su dedo una pequeña irregularidad que apenas se veía. Acercó la cara a la superficie y allí estaba, una señal diminuta de que en algún momento se había roto y alguien se había molestado en pegarlo, poniendo todo su empeño en minimizar el daño.

Sonrió.

Apenas se veía, pero era innegable que aquel hermoso adorno se había roto alguna vez.

En esos pensamientos andaba sumida cuando Ana bajó las escaleras, tan elegante como siempre. Su plan era ir a cenar a un restaurante, para contarle algo importante, y después ir a tomar un par de copas. Le había prometido que aquella noche de invierno no habría chicos, que estarían juntas unas horas y después se irían a casa como niñas buenas. A Clara le pareció bien, al fin y al cabo ella tenía a Rafa y ya había pasado el tiempo de hacer tonterías.

"Es una sorpresa", le dijo Ana, misteriosa, cuando le preguntó cuál era el asunto que se traía entre manos.

La cena, en un restaurante del centro, fue entretenida. Se pusieron al día sobre sus trabajos y sobre lo que hacía que no se veían y estuvieron riéndose de anécdotas del tiempo en el que cada fin de semana salían dispuestas a romper corazones. Bueno, Ana rompía unos cuantos y Clara se dedicaba a recoger los pedazos de alguno de ellos. Se acordó del jarrón. Su misión era la del pegamento, unir la herida y que aquella cicatriz diminuta del rechazo no se notase. Le hizo gracia su propio pensamiento y sonrió, pensando también que aquellas historias sonaban lejanas, aunque solo hubiera pasado un año desde que no practicaban ese juego.

Ana miró el reloj varias veces y, a las diez se disculpó un momento para ir al baño a retocarse el maquillaje. Clara se quedó en la mesa y se sirvió la tercera copa de vino, jurándose que sería la última. Comenzaba a sentir los efectos de licor en su organismo y, aunque sabía que volvería en taxi a casa, no quería parecer idiota cuando no acertase a meter la llave en la cerradura. Se estaba riendo ella sola, imaginándose la situación, cuando notó que su teléfono vibraba en el bolso, que estaba colgado en la silla. Lo sacó y vio que había un mensaje. De Ana. Lo abrió y constató que era una fotografía. Ana se acababa de hacer un selfie con Rafa y tenía que haber sido en ese momento porque iba vestida exactamente igual que cuando se había levantado de la mesa. De hecho, hacía un rato que había visto ella misma la planta que tenían detrás de ellos en el restaurante.

Clara se dio la vuelta y miró hacia la zona de la entrada, donde recordó que estaba la planta. Ana le había dicho que guardaba una sorpresa. Tal vez era eso, que Rafa había decidido dejar de estudiar un poco y acompañarlas a tomar algo. Se arrepintió de no haberse puesto más guapa, tal y como había hecho Ana.

Un instante después, los ojos de Clara tropezaron con los de Rafa y a él le cambió la cara. Desde luego, si se trataba de una sorpresa, él se la acababa de llevar, porque se quedó blanco. Era evidente que no esperaba a Clara en el restaurante. Ana, sin embargo, seguía sonriente, como si no pasara nada.

Ambos llegaron a la mesa y durante unos tensos minutos, Rafa no supo qué decir. Ana fue la que habló sin parar de la casualidad -y subrayó la palabra- de habérselo encontrado. Él intentó disimular, pero Clara le conocía lo suficiente como para darse cuenta de que lo estaba pasando mal. No la esperaba, no esperaba a su novia aquella noche en aquel restaurante, no hacía falta ser muy lista para darse cuenta. Rafa se tomó una copa con ellas y balbució una disculpa, que tenía que volver a estudiar, y se marchó. En cuanto estuvieron solas, Clara preguntó a Ana:

-¿A qué ha venido esto?
-Lleva meses intentando quedar conmigo. Ya no sabía cómo decirle que no. Ni tampoco cómo decírtelo a ti.

La tormenta que estalló fue de dimensiones épicas. Clara, incapaz de razonar, vomitó la rabia que sentía en aquella mesa de restaurante, llenando los oídos de los comensales de las mesas vecinas de palabras tan broncas como su estado de ánimo. Ana aguantó el chaparrón como pudo y, cuando Clara se tranquilizó, le dijo que pagaría la cuenta, que se marchase. Quizá en casa se podría calmar y ya hablarían al día siguiente.

No pasó.

Clara se marchó, pero no volvieron a verse en meses, aunque Ana intentó hablar con ella muchas veces. Clara no quiso escucharla, aunque sí lo hizo con Rafa, que desde la primera noche le contó otra versión de la historia, una que hablaba de la incapacidad de su amiga de aceptar que la hubiera elegido a ella hacía un año.

"Tiene demasiado ego para admitir que no fue ella la que me rechazó, sino yo", le dijo.

Y después Rafa besó a Clara, la llenó de promesas y de palabras, cubrió su cuerpo con caricias y ella, vulnerable al dolor que había supuesto la traición de la que había sido su amiga durante toda la vida, se aferró a sus manos para no hundirse. Se quedó a su lado y espantó los recuerdos de una amistad que había durado casi una vida.

Olvidó.

Hasta aquella tarde de otoño en la que Clara regresó a casa de su amiga.

El jarrón seguía en el mismo sitio. La grieta continuaba allí, visible para quien se fijase un poco. Clara lo miraba mientras esperaba a que Ana bajase por la escalera. Mientras paseaba sus dedos por la superficie, tragó saliva; después debería tragarse el orgullo y pedirle perdón a su amiga. No había sido Ana la que le mintió aquella noche, sino Rafa. No era ella la que había traicionado a su amiga. Había un ego herido en esa historia, sí, pero no era el de Ana, sino el de su novio, que nunca había aceptado en realidad que Ana no lo eligiera.

Había tardado mucho en darse cuenta de que ella solo había sido el modo de Rafa para poder estar cerca de Ana.

Aquella noche, en el restaurante, su relación se estrelló contra el suelo, como le había pasado a aquel jarrón. Le pusieron pegamento, pero quedó una huella que no habían podido ignorar. Clara tomó el adorno entre las manos y al hacerlo notó que por detrás había muchas más grietas. Lo dio la vuelta. Las más profundas, se habían ocultado a propósito, como ella había intentado guardarse los temores que asaltaron su ánimo cuando vio empalidecer a su novio al verla en el restaurante. Aquel jarrón estaba vuelto para disimular sus imperfecciones y, a simple vista, parecía normal.Era lo mismo que había hecho ella con su historia de amor. Le dio la vuelta, ocultó que estaba rota de sus propios ojos para ignorar el dolor. Pero no era verdad, ese día se hizo añicos la confianza que un día Clara había tenido en Rafa.

Y una confianza rota no se puede recuperar.

Había ido a ver a Ana con la esperanza de que, con ella, siguiera intacta.




viernes, 4 de agosto de 2017

LA HUELLA DE NADA



Hay veces que lo no vivido influye en ti casi del mismo modo que la realidad. No te pasa nada y, sin embargo, es eso lo que te cambia, moldea un nuevo tú que siente la vida de otro modo, se altera  y se recoloca tu mundo inmediato como si hubiera habido en él un auténtico cataclismo.

Porque a veces, nada es todo, quizá porque ambas palabras tienen las mismas cuatro letras. Quizá, porque eso que no te pasó te ha salvado o ha sido tu mayor condena.

Una vez, tú no me sucediste. Todo parecía indicar que así sería, todo estaba listo para que nuestras líneas vitales se cruzasen, pero no pasó. Se cruzó un cambio de planes, después el descubrimiento de una verdad oculta, luego la sensación de que dar pasos adelante a veces es retroceder... y nos desvanecimos.

Dejamos de existir para el otro.

La rutina siguió su ritmo y nuestras líneas, que habían ido convergiendo hasta ese instante, iniciaron un camino de separación. Hasta que nos perdimos. Nunca te he olvidado. A pesar de todo en nuestro caso fue nada, me dejaste tu huella impresa en el alma.

La huella de nada.

4 agosto 2017

miércoles, 5 de julio de 2017

SÍ, PARA TI...



Es probable que no tenga mucho que ofrecerte. Quizá un sitio en mi corazón, uno que no habrás de compartir con nadie porque te lo cedo entero si te acurrucas a mi lado y me susurras historias bonitas por las noches. Ahora que lo pienso, tengo para ti un hombro en el que descansar cuando lleguemos rendidos del trabajo. Y mis manos, que esperaran impacientes un roce de las tuyas. Mis ojos también te los prestaría para que veas el mundo con mis colores, pero como no funcionan bien, he aprendido a pintar con palabras. Y lo he hecho para ti. Sí, para ti.

miércoles, 10 de mayo de 2017

EL CARAMELO

Al abrir la pequeña caja que llevaba dos décadas escondida en un cajón, el caramelo cayó al suelo. Su envoltorio naranja ni siquiera estaba descolorido, a pesar de que lo guardó cuando apenas tenía 11 años. Lo acarició entre los dedos y cerró los ojos.

No le costó mucho recrear la escena de aquel momento del pasado. Jorge, con su cara pecosa y su pelo alborotado, plantado delante de ella y le ofrecía un sugus. Ella aceptó y, justo al darse la vuelta, ya con el dulce en la mano, escuchó su petición.
-¿Quieres salir conmigo?
Se quedó clavada en la baldosa, incapaz de darse la vuelta. Incrédula. No eran más que niños.



Una sonrisa cruzó su rostro, ahora maduro, al evocarlo. La inocencia de aquella pregunta seguía provocándole ternura, la misma que sintió aquel lejano día.

-Cuando seas más alto que yo -contestó la niña de sus recuerdos, cuando al fin reaccionó.
A Jorge no le costó ni seis meses alcanzarla, pero ella siguió ignorando su propuesta.
-Cuando seas mayor que yo -lo retó, a sabiendas de que aquello era completamente imposible, porque era unos meses mayor.
Jorge no se rindió. Preguntó mil veces y todas obtuvieron respuestas que conducían a un no.
Pero ella, a pesar de sus negativas, había guardado el caramelo ese día del 81. Nunca se lo comió. Nunca quiso que desapareciera y, con él, se perdiera el recuerdo.

-¿Qué es eso?  -le preguntó su marido, al entrar en la habitación y verla sonreír mientras miraba el sugus.
-¿Esto? Un momento feliz.
Jorge se quedó mirando su mano y también sonrió.
-Lo sigues teniendo.
-No podía ser de otro modo -dijo ella, enterrándose en sus brazos.

Tuvo que duplicársele la vida para que al fin le dejara entrar en su mundo. A los 22, fue ella quien le besó y desde entonces no se habían separado. 

domingo, 12 de junio de 2016

TE HAS IDO



Te has ido.

Debería haberlo imaginado, la fidelidad es algo tan intangible que por fuerza tiene que ser etérea y finita. Dura mientras dura y, cuando se acaba, queda un vacío oscuro y silencioso, ese el que se ahogan las palabras y solo puedes escuchar a un corazón que va perdiendo sentido a cada latido.

Yo tengo corazón.

Hay quien no lo cree, quien piensa que la gente como yo no somos nada más que una ficción loca, pero no es cierto. Soy palabras que se ordenan, nacen, crecen, sienten, respiran...

Y se enamoran.

Ya sé que todo el mundo está pensando ahora que la historia de amor que se termina no es nada excepcional. Hay miles así, solo hay que fijarse en los ojos de la gente que uno se cruza para cada día. Si sabes hacerlo, descubrirás que detrás de la tristeza que asoma en algunos hay un amor no correspondido que está matándolos poco a poco. Como a mí me está pasando contigo. Mis ojos no lo transmiten, porque no son como los tuyos, pero si pudieras mirarlos verías que es justo lo que me pasa.

Ahora que te has ido, ya no tengo sentido.

No quiero seguir adelante.

Yo te contaba mis aventuras, que se nutrían de sentimientos, de pensamientos, de una vida que poco a poco fue solo para ti. Sin el aliento que suponía para mí esa conexión entre tú y yo, no me siento con fuerzas para seguir existiendo, aunque la mía sea una vida frágil a la que no se le puede poner la palabra real en ninguna parte. Y, sin embargo, yo me siento real, y lo que provocabas en mí, eso que he perdido, eran las mariposas de las que hablan tantas veces, el amor que todo lo puede, que puede incluso lograr algo tan imposible como que un personaje se enamore de su lector.

Si tú no estás, mi lector, nada tiene sentido.

Voy a susurrarle a mi autor el final de mi historia y quizá con eso logre desvanecerme, dejar de lado esta congoja que arde dentro de mí desde que sé que ya no te importa nada de lo que te cuento.
Quizá no me creas, pero es cierto.

Algunos personajes se enamoran de un lector.

Yo lo he vivido.

***

Este pequeño relato es una deuda pendiente con un lector. Un día, hará un par de años, me retó a que escribiera un relato en el que un personaje se enamoraba de su lector. Sabemos que hay lectores que se enamoran de personajes, eso es muy frecuente. Incluso autores que se enamoran de sus lectores, pero ¿los personajes se pueden enamorar del lector?

Llevo siglos dando vueltas a la idea y hasta esta mañana no se me había ocurrido nada. Esto es lo que ha salido, Jorge. 

miércoles, 16 de marzo de 2016

TAN FRÁGILES COMO EL PAPEL


Abrió el cajón y levantó la ropa. Debajo de las sábanas limpias, escondidos, tres paquetes atados con lazos de color blanco: las cartas de Ricardo. Las acarició con las yemas de los dedos antes de sacarlas. Sabía que, después de que las leyera, dejaría de lado los tres últimos años.
 
Con ellas entre las manos, se dirigió a la cama, se sentó sobre la colcha bordada, apoyando la espalda en el cabecero, y acercó uno de los paquetes a su nariz. No sabía cómo olía Ricardo, pero le gustaba imaginar que tenía el aroma del papel y la tinta. Cerró los ojos y se concentró en la sensación que le traía recuerdos de algunos de los días más intensos de su vida. Trató de evitar que una lágrima traidora se escapara de sus ojos, pero no pudo. Decidió que daba lo mismo. Esa noche ya no importaba que las derramase. Necesitaba valor, pensar con claridad y quizá eso ayudase a que su mente se despejara.

Ricardo.

Solo era un nombre sin voz, una fotografía que nunca cobró aliento, pero había removido su vida como nadie más. Llego por error y se quedó de una manera particular, prendido entre las palabras de una correspondencia antigua, una que ya casi nadie usa, que a ella le devolvió la ilusión que los avatares de la vida le habían hecho perder.

Con cuidado, deshizo el lazo del primero de los paquetes y extrajo la primera carta. Conocía de memoria cada una de las palabras que contenía, porque la había releído mil veces, pero se concedió el placer de volver a hacerlo. Y la segunda. Y la tercera. Así, hasta agotar el primer fajo, el más pequeño, donde todas las cartas tenían la misma abigarrada y diminuta letra de Ricardo. Revivió el principio, sonrió de nuevo mientras recordaba sus propias respuestas, ausentes en este espacio que era solo de él. Las recordaba con una nitidez asombrosa, esa que dan las experiencias que se viven con intensidad, por más que no hubiera constancia de ellas en aquel paquete.

El segundo era más grueso. Todo un año en el que, a cada carta de Ricardo, le acompañaba una suya: la respuesta que nunca le envió. Las contestó todas, sí, pero el sobre que contenía la dirección de él llevaba una pasajera distinta, la segunda versión de sus emociones, donde se había ahorrado los sentimientos porque le asustaba lo que estaba sintiendo por un desconocido. En estas que ella conservaba no, en estas la sinceridad se deslizaba en cada línea. Revelaban la fragilidad de un alma que siempre había luchado por ser fuerte.

El tercer paquete era similar en grosor, pero no en contenido. El tono de él cambiaba, la necesidad de que se encontrasen fuera de las páginas nunca había recibido su respuesta, aunque la hubiera. La estaba leyendo. El amor recorría cada hoja escrita con la delicada letra de ella, pero nunca había sido franqueado. Permanecía virgen de sus ojos, escondido en cada sobre y en cada pliegue de su alma.

Al final, la última carta de Ricardo, que no tuvo réplica enviada, pero que sí la tenía allí, entre sus manos, dentro de un sobre cerrado con la dirección escrita y el sello pegado en la parte superior derecha. Era la única de sus cartas que no estaba en el mismo sobre que las de Ricardo. La única suya plagada de verdad en esa historia confusa e incompleta, que no se había atrevido a vivir. La única que pensó mandar, pero que días antes acabó escondida en el cajón.

Pasó diez horas leyendo, repasando en silencio sus temores y sus anhelos y le dolían los ojos tanto como el pecho. Pero tenía que hacerlo, tenía que volver a posar su mirada sobre aquella historia antes de dar el último paso. Después de tomar valor, rasgó el sobre y extrajo un único folio que ni siquiera tuvo que leer, pues conocía de sobra lo que decía. Cerró los ojos y dejó que las últimas lágrimas resbalasen por sus mejillas.

La decisión estaba tomada.

Las recogió todas y se dirigió al salón, donde la chimenea permanecía encendida. Despacio, una a una, las fue quemando y, mientras el papel sucumbía a la caricia del fuego; mientras desaparecían entre las llamas, sintió que ella estaba desapareciendo un poco. Se iba con Ricardo, a ese lugar donde nunca estuvieron. Como se había ido él, para siempre.

Estuvo mucho más tiempo mirando las brasas encendidas. Quieta. Perdida entre los sentimientos que acababa de destruir y que habían sido tan frágiles como el papel.


  

domingo, 24 de enero de 2016

HAY DÍAS



Hay días de cielos con nubes y mar embravecido, en los que solo apetece taparse con una manta y esconderse hasta que el azul regrese y el sol vuelva a recuperar su fuerza. Días grises que suman seis y restan intensidad a esas otras cosas que están por venir y que te hacen feliz, pero que parece que se han perdido. Porque el sonido de la lluvia ha amortiguado la música y hace que la melodía sea tan difusa que ni siquiera la reconoces. Porque tanta nube te ha dejado sin la luz necesaria para ver claro.

Hace falta lo de siempre. Tiempo. Distancia. Palabras escritas o leídas. Dejar que amaine el temporal para volver a desplegar velas y navegar en el mar de los sueños que poco a poco se cumplen, sin la amenaza de que las olas te empujen y acabes engullido por ellas.

Respira.
Siente.
Pelea.
Que no te ahoguen ni el silencio ni el ruido.
Que no te venza el miedo.
Tu sabes quién eres.
Cómo eres.
Lo que vales.

Y si no hay oídos para escucharte ahora, recuerda que siempre están los tuyos. Y si tienes algo que contar, cuéntalo. Y si no puedes compartir algo, guárdalo. Seguro que algún día podrás porque ningún estado es eterno.

lunes, 9 de noviembre de 2015

LA LIBRERÍA A LA VUELTA DE LA ESQUINA. VARIOS AUTORES.


Sinopsis:

Diez autores y once relatos rinden un espléndido homenaje a librerías, libreros, libros y lectores. Policíacas, misteriosas, románticas, fantásticas, realistas... historias extraordinarias con el protagonismo indiscutible de una librería siempre única, como la imaginación de quien la describe y la habita, de quien la dota de personajes y llena sus estantes de libros raros y maravillosos para que el lector se pasee por entre sus prometedores estantes. Por estas páginas transitan encantadoras investigadoras, clásicos que cobran vida, libreros excéntricos, herencias librescas, detectives suspicaces, acertijos de siglos pasados, palabras mágicas que conjuran hechizos olvidados, James Joyce, Hemingway, una dragona y hasta el mismísimo señor de las tinieblas. 

Entra, lector, ponte cómodo y respira sin prisas el aroma de la literatura bajo el tenue polvo de sus estantes. Traspasa el umbral de estas librerías, eres más que bienvenido.

Mis impresiones:

Sabía de esta antología de relatos desde que empezó a gestarse por lo que, en cuanto la vi publicada, me hice con ella. Tenía varios elementos que despertaban mi interés, empezando por el tema de fondo, el que hace de nexo conector entre todos los relatos: que estaban ambientados en librerías. Por otro lado, entre los autores que participan hay algunos a los que he leído antes y que me gusta su estilo al narrar, y otros tienen blogs que suelo visitar. Lo compré y me dije que lo leería entre otras lecturas, ya que se trata de cuentos cortos. Y eso hice. En cuanto acabé con el libro anterior, me puse con ellos.

Belén Barroso tiene el honor de arrancar, con su relato La típica librería, donde enseguida hace gala de su sentido del humor, ese que pudimos conocer ya en su novela Confesiones de una heredera con demasiado tiempo libre. El relato es una metáfora de lo vívidas que pueden ser las historias que nos llegan a través de los libros, tanto que a veces pareciera que nos hemos metido de cabeza en ellas.

Ana Bolox es la siguiente, con Un cadáver en la librería, un relato que me recordaba a Agatha Christie. La protagonista es muy divertida y cuando te quieres dar cuenta ya lo ha terminado esta pequeña historia con sabor detectivesco.

En El colmado de papel, Javi de Ríos, al que podéis conocer por sus blogs y por su libro de relatos Cuentos para gente impaciente, nos cuenta una historia de misterios familiares que tienen de fondo una librería heredada del abuelo del protagonista. A mí se me ha quedado corto, creo que esta historia podría dar mucho más de sí.

Ítaca es la primera aportación de Alejandro Gamero, a quien conocéis seguro por su blog, La piedra de Sísifo. Un relato plagado de referencias literarias donde incluso podremos escuchar al mismísimo James Joyce. En un segundo relato, algo más oscuro que el anterior, La maleta, nos ofrece una trama de misterio, impecablemente escrita, como no podía ser de otro modo en él.

Nicte, de Rebeca C. Garin plantea una historia de misterio en torno a un asesinato y en la que se van revelando secretos familiares.

Hacia la mitad del libro llegamos al relato de Ana González Duque, la doctora Jomeini para muchos de los que la conocéis desde hace tiempo a través de su blog y sus novelas. La desaparición del librero de la luna aúna misterio y fantasía, con una escritura de esas que te llevan en volandas por todo el relato. Me ha parecido precioso el relato.

Cuando leí el siguiente título, El té de los viernes en Moonlight Books ya sabía que tenía que ser el relato de Mónica Gutiérrez Artero, Serendipia para quienes nos movemos en los blogs, la autora de Cuéntame una noctalia y Un hotel en ninguna parte. El relato es Mónica en estado puro, tiene una ambientación maravillosa y lo lees queriéndote quedar con los personajes para siempre. A mí me dio mucha pena que se terminase, quería que siguiera contándome qué pasó con Alice y Percival.

La sorpresa la puso para mí el relato de Aranzazú Mantilla, Satán en una pequeña librería. Me encantó cómo escribe la autora y su faceta cómica en este relato que nos presenta a alguien que ya está tardando en escribir una novela.

El sueño de Camelia es el relato de Desirée Ruiz Perez, a la que podéis conocer por su novela Ofelia descalza. Es otra de esas historias, como la de Mónica o Javi, que me apetecería que fuera más larga. Un cuento de los que encierran una novela, con un secreto familiar muy romántico.

El último relato se titula La puerta y lo ha escrito JAP Vidal, que desde hace años escribe relatos en su blog, recogidos en una antología titulada Historias para el camino. Es otra historia fantástica muy lograda, con la que ponemos fin a este libro.

Me consta que los autores han puesto mucho cariño en este proyecto y desde aquí les mando mis felicitaciones.

Añadido: mil disculpas a Silvia, MientrasLeo, porque ha hecho un prólogo tan literario como los relatos y no tengo perdón, ¡se me olvidó! No dejéis de leerlo.


domingo, 8 de noviembre de 2015

ENSAYANDO PORTADAS: OASIS DE ARENA

El relato está maquetado y listo para la primera revisión, esa que tienen que hacer otros ojos que no sean los míos porque yo ya no veo nada. La decisión sobre lo que haré con él está tomada y solo queda centrarse en dos temas: portada y sinopsis. La segunda me daba un poco de pereza, creo que con una historia tan corta me va a costar mucho, así que empecé por la portada. Estas son las dos opciones que barajo.


OPCIÓN 1

OPCIÓN 2
Ahora solo me queda decidir. Tengo también dos opciones para esto: dejarme llevar por la que más me atraía de un primer vistazo o jugar al pito pito.

Cualquiera me vale, estoy muy conformista últimamente.


martes, 13 de octubre de 2015

FELICIDADES, PILAR MUÑOZ.


Hoy, la entrada que correspondería publicar en este blog la voy a retrasar, porque ha sucedido algo que me ha llenado de alegría y quiero compartir con vosotros. Pilar Muñoz, escritora cordobesa, amiga de las buenas, un encanto de persona y enorme como escritora -no te ruborices, que me estoy quedando corta-, ha ganado el Concurso de Post Solidarios que la Fundación Mutua Madrileña ha organizado con motivo de sus III Premios al Voluntariado Universitario, con su relato ALGO MÁS QUE UN BUEN AMIGO.

Los 2000 euros del premio irán destinados al proyecto solidario que ella decida. Una causa fantástica y una alegría que me consta que está por encima de esa cifra.

Hace unas semanas, cuando compartía este relato en su blog, lo leí y me quedé prendada de él. Es un texto  que, en muy pocas palabras, emociona, hace pensar, te hace disfrutar de la lectura y me provocó unas lágrimas que no me dio la gana reprimir. Magia en forma de palabras, de esa que surge cuando detrás de la pantalla hay alguien con una sensibilidad especial para observar el mundo. Lo compartí en todas partes, segura de que, si alguien sentía curiosidad por él, no iba a sentirse decepcionado.

Pilar empezó escribiendo relatos, muchos de los que pasáis por este blog conocéis su antología Ellas también viven, relatos de mujer, y en ella ya nos podíamos dar cuenta del enorme potencial que tiene. Sé que muchas personas que no leen este género se engancharon a los suyos y disfrutaron. Sigue haciéndolo, de vez en cuando nos sorprende con un premio para uno de sus micros o cuelga en el blog un nuevo relato. Esta semana yo he leído -al fin-, uno de los que me habían recomendado hasta la saciedad amigos comunes, Deseos de ficción, en el que hace gala de un sentido del humor fantástico. Se me ocurrió compartirlo por whatsapp con mis amigas y el sábado mismo Pepe se coló en nuestra conversación mientras tomábamos una cerveza, haciéndonos reír. Porque ella sabe hacer reír y llorar, consigue que unas simples palabras escritas cobren vida y se cuelen dentro de nosotros, provocando emociones. ¿No es esa la magia de todo buen narrador?

Hoy tenía otra noticia que contarnos, al final ¿A qué llamas tú amor?, su última novela, está disponible en formato digital. Tenía pensado contarlo en el blog, pero estaba esperando a que el enlace en Amazon estuviera disponible, pero esto ha precipitado mis intenciones.

No quiero esperar.

Puedo escribir otra entrada mañana, o cuando esté por fin, presumiendo de escritora. Porque Pilar Muñoz es para presumir. Cuando empecé a publicar a través de Amazon había a mi alrededor cientos de escritores. Era imposible en ese momento distinguir entre unos y otros, porque había que leerlos e ir conociéndolos. Han pasado más de tres años y en este tiempo la paja se ha ido separando del grano. Algunos se han diluido en intentos, otros se han borrado del mapa, algunos me han borrado a mí, pero los que quedan... esos son para sentirse orgullosa y decirlo fuerte.

Felicidades, Pilar. Te lo mereces.

Y la foto, la que acompaña a este texto, una de las dos juntas. De hace poco más de un mes, donde se nota que disfrutamos de nuestra compañía.


viernes, 10 de julio de 2015

CAFÉ Y CIGARRILLOS PARA UN FUNERAL DE ROBERTO MARTÍNEZ GUZMÁN



Tras este llamativo título se esconde la última propuesta literaria del autor de Muerte sin resurrección, Roberto Martínez Guzmán. Se trata de un relato en el que la intriga es la base para mantener al lector enganchado en su medio centenar de páginas.

¡Y vaya si lo consigue!

Aún no podéis leerlo entero, está siendo publicado por SerialBooks por entregas, una a la semana, pero cinco blogs hemos sido seleccionados para leerlo en exclusiva y contaros nuestras impresiones.

Intentaré hacerlo lo mejor posible, eso sí, siempre sin desvelar demasiado, porque merece la pena que seáis vosotros los que descubráis el relato.

¿Os cuento de qué va?

La historia arranca el viernes 19 de julio a las dos de la mañana. A esa hora tan intempestiva, el doctor Delfín Sánchez se presenta en la comisaría de Ourense, muy asustado. Quiere hablar con alguien porque está convencido de que le quedan muy pocas horas de vida y necesita que alguien le proteja. Llega hasta la inspectora Eva Santiago -protagonista de Muerte sin resurrección-, y le cuenta que lleva un año recibiendo cartas que le anuncian su muerte para el 20 de julio a las siete de la tarde: exactamente en el momento en que cumplirá 50 años.

A las cartas, además, se han unido flores para su entierro.

Es tan extraño que despierta el interés de la inspectora Santiago que acepta el caso. En una carrera contra el reloj investiga el entorno del médico, sus pacientes, cualquier persona que tenga una relación con él, pero a cada paso que ella da lo único que encuentra son sólidas coartadas que oscurecen cada vez más la historia. Entonces, ¿quién está mandando las cartas y las flores? ¿Cómo piensa el asesino acabar con la vida del doctor Sánchez?

Roberto Martínez Guzmán, como ya hiciera en su anterior novela, escribe sin rodeos. El lenguaje es directo, claro, y esto contrasta con lo complicada que se vuelve la trama. A cada interrogante que plantea le sigue otro y otro más y tú, como lector, acabas convencido de que te ha llevado a un callejón donde no habrá salida.

Pero no.

La tiene y yo ni la he intuido. Jamás me lo hubiera imaginado como resolución del misterio, y eso que después de leerla tiene mucho sentido.

Los personajes están bien esbozados, aunque no los desarrolla demasiado al tratarse de un relato. De Delfín Sánchez, el protagonista, nos queda sobre todo su sensación de angustia ante el plazo vital al que se enfrenta, a lo que se suma la desazón de no saber quién se esconde detrás de esa macabra idea de pronosticar su muerte para el día y la hora de su cumpleaños. Eva Santiago es un personaje que ya conocemos de la otra novela de Roberto, Muerte sin resurrección, una mujer un tanto fría y muy analítica, que va poniendo delante de los ojos del lector todas las hipótesis hasta las que la conducen las pistas, sin que sepamos en ningún momento, hasta que no termina el relato, qué se esconde detrás de esa amenaza hacia el doctor Sánchez.

También, como hiciera en Muerte sin resurrección, la trama la localiza en Ourense, zona que el autor conoce bien puesto que vive allí.

Como os decía este relato está siendo publicado por SerialBooks, ahí lo podéis seguir con un simple registro y comentarla. Además, el autor ha abierto un reto en su blog. Tiene premio adivinar qué pasará al final de este relato: quién, qué y cómo. El cuándo es lo único que sabemos de antemano. Si os apuntáis, es aquí. También dice cuál será el premio por resolver todas estas preguntas, pero tienen que ser TODAS. Leed la entrada y averiguad vosotros mismos lo que hay que hacer.

Evidentemente yo ya lo sé, pero me lo guardo. Os digo que merece la pena descubrirlo.

Esta es la primera reseña que se publica del relato.

domingo, 8 de diciembre de 2013

QUIERO SER CANTANTE

               -Quiero ser cantante.
               La afirmación me pilla tan desprevenida que hago un apunte sin pararme a pensar. Cuando las palabras abandonan mi boca es cuando empiezo a intuir lo absurdo de la conversación que se aproxima.
               -Ya, pero es que desafinas.
               -Bueno, pero quiero ser cantante porque es lo que más me ilusiona en la vida.
               -Desafinas mucho. –La crítica viene cargada de la sinceridad que sólo te brindan las personas que te quieren.
               -Pero quiero ser cantante, sueño con ello todos los días.
               Respiro, resignada: por este camino no llegamos a ninguna parte. Cambio de estrategia antes de que el bucle en el que hemos entrado se retuerza tanto que acabemos mareados.
               -¿Tú escuchas música?
               -No, nunca escucho música. No tengo tiempo. La vida es maravillosa y ofrece tantas cosas que acaparan mi atención que no me da tiempo a escuchar música.
               Pestañeo. ¿Alguien que quiere ser cantante no escucha música?
               -¿Cantas a diario? –pregunto sin acabar de recuperarme del desconcierto.
               -Tampoco, sólo de vez en cuando, si me apetece.
               -Me temo que para ser cantante hace falta ensayar. –No quiero ser cruel, todavía sigue hablando el cariño por mí.
               -Tengo un oído fabuloso, no me hace falta.
               -No es cierto, desafinas... un poco. –Me voy suavizando, ya estoy segura de que no escucha nada de lo que le digo.
               -Pero yo quiero ser cantante. Nada te da derecho a robarme la ilusión.
               Es verdad.
               Tiene toda la razón.
               Nada me da derecho a robarle a nadie sus sueños. Ni siquiera el intentar servir de colchón para el desencanto que no tardará en hacer su aparición.

               -Pues canta…