El piso
de Marcelo Usera era un décimo.
Mi hermana, mis primos y yo siempre
intentábamos que nos dejasen subir y bajar por las escaleras, evitando el ascensor,
corriendo. Bajar era muy sencillo, aunque te jugabas hacerlo rodando porque
éramos niños y los niños ponen muy poco cuidado mientras juegan. Subir era otra
historia, las tres o cuatro primeras plantas eran relativamente fáciles pero
cuando ibas por el sexto empezaba a fallar el aliento, en el séptimo los ánimos
que te dabas a ti mismo empujaban más que las piernas que hacia la novena
planta directamente ni las sentías. Llegar al rellano del décimo era ganar la
carrera, el pequeño reto de llegar a la meta, que no era ni más ni menos que la
puerta de la casa de la tía María.
¿Por
qué nos retábamos? Pues a saber. Tonterías de niños pequeños, competitividad
infantil que no buscaba más que demostrarte a ti mismo que ese día estabas en
mejor forma que los demás.
La vida
está llena de escaleras, de décimos pisos que alcanzar aunque en el intento
acabes con una tremenda flojera de piernas y el premio, el único, sea
demostrarte que puedes. Hay ascensores, claro que los hay, atajos cómodos que
te sitúan al final del camino en muy poco tiempo pero, ¿qué es la vida sin
emociones? ¿Qué satisfacción queda si detrás de un logro no ha habido aunque
sea un mínimo esfuerzo?
Valoramos
las cosas en la medida en que nos cuesta alcanzarlas. Lo fácil, lo que aparece
de pronto y se pone ante nuestras manos, acabamos dejándolo abandonado en un rincón.
¿Quién
dijo miedo?
Lo
cobarde es no intentarlo.