Cuatrocientos setenta y ocho días.
Se había entretenido en contarlos calendario en mano y con paciencia infinita. Un par de veces, para asegurarse de que la cifra era la correcta, que no se le despistaba un día por culpa de un año bisiesto o que no confundía los meses de treinta con los de treinta y uno, aunque en realidad aquello no tuviera ninguna importancia. ¿Qué más daba un día arriba o abajo? ¿Qué importaba si fueran dos semanas menos o incluso un mes? Solo eran días acumulados en la cuenta de una amistad que empezó cuatrocientos setenta y ocho amaneceres antes.
Una amistad que era la luz de sus días.
Los contó porque su mente matemática transformaba cada experiencia en números: las veces que habían tomado algo juntos, los paseos por el parque, las fiestas a las que la había acompañado, los libros que se habían recomendado o incluso las veces que ella no había acudido a una de sus citas. Gráficos imaginarios que ilustraban sus elucubraciones y dibujaban un balance positivo entre los dos, una línea en alza que prometía futuro.
Aquella tarde, en la que contó los días y trazó gráficas, habían quedado pero, por primera vez, ella no se presentó a la cita. Para ser precisos, para no faltar a la verdad, había algo inexacto en aquella afirmación algo intolerable para un chico de ciencias puras. La cita solo era una costumbre repetida, ninguno le otorgó formalidad una llamada para quedar o con una frase el día de antes que la confirmara, pero él lo daba por hecho, porque así venía siendo su amistad desde hacía algo más de un año. Nada de planes ni obligaciones por parte de los dos, aunque al final ambos siempre acudieran puntuales a su no cita diaria.
Por eso contó los días, porque mientras la esperaba no se le ocurrió otra cosa que hacer para calmar la ansiedad, ese monstruo que se despertó cuando el reloj empezó a rebasar la hora de siempre y el viento no le trajo el aroma de su perfume anunciándole su llegada. Tampoco se dibujó su silueta a lo lejos, mientras la tarde caía y se desdibujaban sus colores.
Cuatrocientos setenta y ocho días.
Repasó muchos de ellos mientras la luz del sol se iba apagando. Algunos le provocaron una sonrisa de nostalgia, sobre todo los del principio, cuando eran amigos nuevos y ninguno sabía cómo comportarse, cuando las frases les salían cargadas de precauciones que, con el tiempo, descubrieron que resultaban innecesarias. Otros, los recuerdos de alguna vez que se enfadaron, plantaron en su rostro una mueca de disgusto que enseguida se volvió sonrisa. Sus enfados duraban poco, pero es que era imposible enojarse con ella. Al rato le buscaba para disculparse, aunque muchas veces ni siquiera fuera la responsable de aquel desencuentro, y sus ojos de hada, brillantes e inquietos, deseosos de retomar sus dulces tardes compartidas le ganaban. Funcionaban como una varita y lanzaban un hechizo que borraba de un plumazo las nubes. Y entonces él también acababa pidiendo perdón, aunque a veces ni siquiera recordase qué había causado en enfado. Lo último en el mundo que quería era verla triste y perderse esos momentos que eran lo mejor de sus días.
Se levantó intranquilo. No podía seguir esperando, el retraso era tal que empezó a pensar que había sucedido algo grave. Ella nunca le fallaba, siempre acudía. ¿Dónde estaba? Dudo si seguir esperando o salir en su busca y, al final, ganó también una operación matemática inconsciente: si no había llegado en todos aquellos minutos que hacía que se retrasaba, ya no lo haría. El retraso se salía del gráfico de la media de los que llevaba acumulado en aquellos años, así que supuso que esa desviación tan grande no podía ser sino algo ajeno a su voluntad.
Su corazón, alentado por los cuatrocientos setenta y ocho días que hacía que latía feliz cuando estaba a su lado, se convirtió en un loco descontrolado. Empujó a sus pies y estos eligieron el camino de la casa de ella. No se le ocurrió otro lugar por el que empezar a buscarla. Todavía era aquel tiempo en el que las personas sabían vivir sin un teléfono en el bolsillo.
Anduvo. Primero, calmado. Después, ansioso. Al final, descontrolado, empezó a correr. Esquivaba a los peatones, se impacientaba cuando el tráfico le obligaba a parar frente a una calle. No respetó semáforos ni pasos de peatones hasta que llegó a la puerta de su casa.
Cuatrocientos setenta y ocho días se congelaron frente a sus ojos al llegar allí.
La vio. No le sucedía nada, al menos nada malo. No había sufrido un accidente ni estaba en peligro. Los besos no son peligrosos si los deseas. Y ella, a juzgar por el brillo en sus ojos de hada, deseaba ese beso que un muchacho desconocido para él plantaba en sus labios. Tenía que haberlo imaginado, ni siquiera un ángel como ella podía esperar tanto a que se decidiera a decirle lo que sentía. Nunca se había atrevido y ella, esa tarde, cuatrocientas setenta y ocho después de la primera que compartieron, había tomado otro camino. No servía buscarle defectos a ese chico, en realidad la culpa era solo suya: era idiota. Había presupuesto que ella estaría siempre, pero no fue así. Se le había olvidado decirle lo que sentía o concederle un beso.
Acababa de descubrir, tarde, que las hadas también necesitan besos.