A veces nos entendíamos a gritos, tan furiosos que
cualquiera que no nos conociera bien podría pensar que jamás sellaríamos la paz
de nuevo. Sin embargo, instantes después, la tormenta se alejaba como lo hacen
las de verano y el sol lucía de nuevo en nuestro cielo particular.
Esos éramos nosotros.
Me enseñaste a ser quien soy, doblegaste mi impaciencia a
base de enseñarme que las cosas que se consiguen fácil al final no perduran,
que hay que poner cimientos a la vida porque si no se acaba derrumbando encima
de ti. Me diste amor, seguridad, rellenaste mi infancia de recuerdos felices y
de viajes, esos que tanto nos gustaban, en los que siempre repetías que hay que
comer pan de muchos hornos para crecer.
Esos meses previos a tu partida yo me aferré a ti. Pensaba,
tontamente, que agarrándote las manos con fuerza la muerte no ganaría la
partida. Me propuse un ejercicio que nos mantuviera unidos, una tarea que yo
sabía que no dejarías incompleta porque siempre fuiste un hombre de palabra que
terminaba todo lo que se proponía.
Yo lo conseguí, claro. Tú sí, tú aguantaste hasta que terminamos.
Te fuiste pronto, muy poco después del amanecer de aquel
caluroso día de julio de hace ya demasiados años. Nunca olvidaré la sensación
de desamparo al ver salir al equipo médico con aquel aparato que arrastraban en
un carrito. De él colgaba una hoja milimetrada que llevaba impresa una línea
plana.
Ya estaba.
Se había acabado.
Me costó unas horas llorar, mentalizarme de que ya no te
vería nunca. Me costó despedirme de tu cuerpo porque de ti jamás lo haré.
Seguirás siempre conmigo, siendo la mano que necesito para no ahogarme en este
mar revuelto que es a veces la vida, el faro que me guía para enseñar a mis
hijos a vivir. Igual que lo hiciste tú conmigo.