Son las siete menos cuarto de la mañana. En la cubierta del buque
sólo un par de marineros se afanan en las últimas tareas de su turno de noche,
supongo que preguntándose con la mirada qué hace una mujer en medio de esta
fría madrugada. Permanezco quieta junto a la barandilla, dejando que la niebla
matutina se meta en mis huesos y en mis pulmones, buscando quizá despejarme del
todo. No sé exactamente dónde nos encontramos, pero según el plan de viaje,
teniendo en cuenta los días que hace que embarqué, debemos estar entre la costa
de Mauritania y las islas de Cabo Verde. A través del vapor que nos rodea no
soy capaz de ver nada más allá del agua cuya tranquilidad rompe el casco del
barco. Podríamos navegar por cualquier lugar del mundo y no notaría la
diferencia.
Estoy
en cubierta porque esta noche la he pasado en blanco y necesitaba que me diera
un poco el aire. La decisión de hacer este viaje a Namibia en barco fue un mero
impulso. Seguro que hubiera sido mucho mejor tomar un avión, pero recordé a mi
tío Martín, las veces que me contó su viaje a Israel por mar, y entre eso y que
los aviones me ponen muy nerviosa, me decidí por la opción más romántica. Y la
que más marea. No me acostumbro a este vaivén del buque, siento que el vértigo
nunca se va del todo, y dormir se ha convertido en una utopía. Lo logro
solamente cuando estoy completamente exhausta.
Voy a
Namibia por trabajo. Pretendo quedarme un mes para completar un estudio
geográfico que se hace cada año desde mi universidad, donde se abordan aspectos
como el clima, la vegetación, los usos del suelo, las industrias más relevantes
y los transportes y comunicaciones, entre otras cosas. Mi parte del estudio
favorita es la que tiene que ver con la gente, cuando tengo que comprobar que
los datos que el Estado proporciona sobre el nivel de vida de la población son
realmente ciertos: ahí me tendrán, con mi inglés insuficiente, preguntándole a
los ciudadanos si tienen teléfono móvil, ordenador o
televisión, y otras cuestiones aparentemente inocuas que no lo son tanto porque
en realidad serán las que nos den la medida cierta de todo.
—Hola.
A mi
lado, apoyando sus brazos en la barandilla, acaba de aparecer una mujer. Tan
absorta estaba en mis pensamientos que no he notado que ha llegado hasta que
estaba ya ahí, y reconozco que me ha dado un buen susto.
—Perdona
—me dice sonriendo—. Creo que no te esperabas encontrarte con alguien a estas horas.
—No
–contesto con sinceridad—,
la verdad es que me has sobresaltado. Veo que tampoco puedes dormir. ¿Cómo te
llamas?
—Mercedes
pinto. ¿Y tú?
—Mayte, Mayte Esteban.
—Encantada, Mayte. ¡Qué bonito amanecer! ¿No crees? En realidad
he dormido como una niña, pero no quería perderme este espectáculo. ¡Es
impresionante! —me dice, mirando los rizos de agua que ya dora el tímido
sol.
—Tienes
suerte. Me refiero a que puedas dormir con este vaivén; yo no he pegado ojo en
toda la noche. Parece que justo ahora la marea empieza a amainar —Ella sigue
con la mirada asida al horizonte, da la impresión de que le molestara ser
interrumpida en tan sublime momento—. ¿Cuál es tu destino?
—África del Sudoeste.
La miro con una interrogación en los ojos y espero
pacientemente a que escape de su trance.
—Voy a rescatar uno de mis personajes, debe
volver a Essen, algo importante le espera.
Su respuesta me deja atónita, no sé si estoy ante una
descerebrada o no he escuchado bien. Decido esperar resignadamente a que el
astro rey termine su función. Minutos después, se vuelve hacia mí y continúa su
explicación:
—Soy escritora, o algo parecido, no lo
tengo aún muy claro.
—Ajá
—contesto, más perpleja aún—. Y…, perdona la indiscreción, ¿cómo se supone que
se rescata un personaje si no es con las palabras?
—Pues metiéndote en sus zapatos. Es
necesario que visite el lugar donde se encuentra; tengo que conocer cada
detalle de su día a día como garimpeiro y comprender por mí misma por qué no
vuelve a casa con su familia, si lo consigo, lo dejaré estar. Todavía no
alcanzo a entender por qué lleva años intentando buscar la fortuna en tierras
tan lejanas mientras su país y su familia perecen bajo la locura de Hitler —me explica, con las pupilas de nuevo
fijas en el ancho mar. Definitivamente, pienso que estoy ante una perturbada.
—Vaya… Yo
pensaba que los escritores tenían pleno dominio sobre sus personajes, ¿acaso no
son ellos sus creadores y los dueños de su destino?
—Error, querida Mayte. Dime, ¿tienes hijos?
—Sí, dos.
—Entonces te será fácil comprender que el
hecho de que se hayan engendrado en tu vientre no te da potestad para controlar
sus vidas de principio a fin. Lo cierto es que, igual que le ocurre al escritor
con los personajes de su novela, a menudo las madres no comprendemos el
proceder de los hijos. Yo planeé otra vida para Josué, mi díscolo y
apesadumbrado personaje, pero él se empeña en dejar pasar el tiempo buscando
diamantes en el fango del río Orange.
De repente, un
joven que da más tumbos de lo esperado por cubierta llama mi atención; en este
momento el océano parece pintado de lo quieto que está. Es manifiesto, está
como una cuba. Se acerca a la barandilla, se agarra a ella mirando el fondo del
mar y hace un amago de levantar su pierna derecha sobre el bordillo.
—¿Has visto a
ese tipo? Parece como si quisiera… ¡suicidarse! Tenemos que hacer algo…
—¡Déjalo! No te preocupes, no lo hará.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —Esta
pasajera no deja de sorprenderme.
—Es Frank, otro de los personajes de mi
novela “Josué el errante”. El pobre… Bueno, viaja también a África del
Sudoeste, va a encontrarse con sus amigos Josué y Carlos y después a
Johannesburgo, en busca del cretino de su padre. Y ya te digo yo que irá, lo
tengo muy claro. Además, Frank es mi
personaje más dócil, hará lo que le ordene. Si no fuera por su problema con la
bebida… Míralo, es incapaz de hacer algo así ni borracho.
—A ver si lo he
entendido: ¿me estás diciendo que soy una especie de intrusa en una de tus
novelas? ¿Acaso también yo soy uno de tus personajes? —Empiezo a dudar de mí
misma, es una situación surrealista.
—No, nada de eso. Tú serás una futura
lectora, estás aquí para comprender cómo se construye una historia y qué
difícil es controlar sus personajes. Algún día leerás esta novela, y después
contarás lo que estás viviendo hoy a los lectores. Si acaso, tanto tú como yo
somos unas intrusas en la vida de Josué. Por suerte, él no sabe.
—No te
molestes, pero no. Yo voy a Na-mi-bia por trabajo, no al África del Sudoeste,
te recuerdo que estamos en el siglo XXI y hace muchos años que en esa tierra
consiguieron la independencia.
Mientras tanto,
Frank parece haber abandonado su intención de suicidarse, ahora se agarra a la
barandilla con una mano para poder impulsar al mar, sin caer al suelo, la
botella vacía que tiene en la otra.
Mercedes vuelve
a quedarse en trance, mirando el mar, como extasiada, muy lejos de todo lo que
nos rodea. Yo hago lo propio; me intriga la situación. Nada me impide
marcharme, pero quiero saber cómo acaba esta especie de extraño sueño. Veinte
minutos más tarde, Frank se marcha como llegó, danto tumbos, y ella vuelve su
rostro hacia mí y me confiesa:
—Me vuelvo a casa, lo acabo de decidir.
Creo que no tengo ningún derecho a intervenir en la vida de Josué o cualquier
otro personaje. Es cierto que me criticarán por ello; que tal vez la novela no
venda lo suficiente porque dejé a este “estúpido” judío malgastar su juventud
en el fango de un río mientras el amor de su vida envejecía a miles de
kilómetros. Pero está decidido, que haga lo que le venga en gana, es su
destino, su búsqueda, no la mía; estoy segura de que finalmente todo tendrá un
sentido. Cuando llegue a Lüderitz desembarcaré y esperaré a que este buque
llegue a su destino y emprenda la vuelta.
—O sea, está
clarísimo, llevas dos horas tomándome el pelo. Ni eres escritora, ni vas a
África del Sudoeste a rescatar al tal Josué, ni nada de nada. Te aburrías y,
mira por donde, te has encontrado a esta idiota en la cubierta. ¡Qué fuerte!
—De repente, me coge la mano y, muy decidida, me habla:
—Vamos, te mostraré algo, estoy segura de
que después no dudarás en contar nuestro encuentro —Y tira de mí hacia el
interior del buque con tal disposición que no tengo tiempo de reaccionar.
Después de bajar
dos plantas, nos encontramos en el pasillo que alberga los camarotes de tercera
clase. Tengo la seguridad de haber de haber retrocedido de repente un siglo. Me
cuesta creerlo, pero sí, en aquel momento estamos en el sótano del Adolph
Woermann II, un buque que ha dejado de hacer esta ruta hace muchas décadas.
Mientras recorro el túnel, me repito a mí misma “despierta, Mayte, despierta de
una vez de este absurdo sueño”.
Mercedes da dos
golpes con los nudillos en una de las puertas de los camarotes y, al momento,
nos abre el chico que un rato antes parecía dispuesto a tirarse por la borda.
—Hola, Frank. ¿Tienes un momento? Necesito
mostrarle algo a esta incrédula muchacha. Perdona, no te he preguntado, ¿qué
tal?, ¿estás mejor?
El muchacho la
mira con los ojos vidriosos, de un azul que estremece, rodeados de pecas de
todos los tamaños y sobre una nariz tan afilada como su cuerpo. Un espeso y
largo flequillo rojo le hace de visera, dándole a su rostro un aspecto
caricaturesco; parece escapado de un tebeo de los sesenta.
—No estoy mal,
teniendo en cuenta que sigo vivo. No estoy seguro de si debería agradecerte que
me adjudicaras una personalidad tan pusilánime. ¿Queréis pasar?
Ya sentadas en
aquel pestilente camastro, con el cuello torcido para no darnos contra la
litera, Mercedes le habla:
—Ay, Frank, Frank… no tengas tanta prisa
en morir, todo llegará. Bueno, a lo que íbamos: aquí, mi incrédula compañera no
se cree que yo soy la autora de tu historia y que tú eres uno de mis
personajes, así que, si no te importa, ¿querrías contarle en qué año estás y
qué haces aquí?
—Me llamo Frank
y estamos en el año 1939, creo, ya no estoy seguro de nada. Viajo a África del
Sudoeste para encontrarme con mis amigos Carlos y Josué, tengo que entregarles
algo que me ha dado el capitán de esta bañera para ellos y pedirles un favor…
En fin, soy lo que mi autora ha decidido que fuera, así de simple. Dime,
Mercedes —dirige su triste mirada hacia la extraña pasajera—, ¿qué me tienes
preparado en el río? No creo que pueda soportar otra tragedia, no doy para más.
—Paciencia, Frank, todo se andará.
En aquel momento toco fondo, siento la necesidad de volver a
mi vida, a mi siglo, a mi proyecto de viajar a Namibia para terminar el trabajo
de la universidad.
—Lo siento, tengo
que salir de aquí—digo, con la respiración entrecortada—, siento que me ahogo.
Perdonad —Y salgo corriendo buscando un poco de aire fresco.
Al llegar a mi
moderno camarote, de primera clase, dotado de todas las comodidades propias del
siglo XXI, tengo la seguridad de haber sufrido una alucinación, seguramente
provocada por la cantidad de horas que llevo sin dormir. Pero cuando voy a
echarme en la cama, dispuesta al fin a conciliar el sueño, me encuentro una
sorpresa: un ejemplar de la novela “Josué el errante”. Temblando, le doy la
vuelta para leer la sinopsis, que dice así:
“Josué el errante” nos
relata la dilatada y escabrosa vida de un judío que huye de Alemania a los
diecinueve años, en los albores del nazismo, empujado por un amor imposible.
Educado en un ambiente
judío ortodoxo, Josué necesitará sobrevivir a las situaciones más extremas como
garimpeiro en África del Sudoeste para comprender que, más allá de culturas y
religiones, existe el valor de la amistad. Kuaima, un nativo himba huido de la
tiranía de su colono, y Carlos, un diplomático español que ha escapado del
absolutismo religioso de su esposa, serán los amigos que le acompañarán.
Abandonará a su
familia en los peores momentos, traicionará a sus amigos, olvidará sus
orígenes. Y todo por un valioso diamante que no sabe si tendrá destinatario.”
La autora es Mercedes
Pinto Maldonado, la extraña pasajera del Woermann.
Relato a cuatro manos escrito por:
Mercedes Pinto Maldonado
Mayte Esteban