Decíamos en los deseos de fin de año que a 2020 no podía seguirle otro año peor, pero también hay un dicho "no escupas hacia arriba, que te dará en plena cara". Lo tuve muy presente en mi mensaje, no porque sea una pesimista redomada, no lo he sido, ahora ya no sé en qué me estoy convirtiendo.
Lo que sí soy es muy pesada con las normas.
Las respeto, sobre todo si creo en ellas, y procuro inculcar eso a los que me rodean. Por eso, desde que empezó toda esta puta locura en la que se han convertido nuestras vidas, tengo la casa regada de botecitos de gel, hay mascarillas para surtir un consultorio, me lavo las manos, no salgo apenas, mantengo la distancia e incluso he renunciado a ver a las personas que quiero con toda mi alma porque no soportaría ponerlas en peligro.
Lo he hecho todo bien y, sin embargo, el 2 de enero di positivo. No me llega la energía para estar enfadada, solo para plantearme si tanto esfuerzo merece la pena.
A ratos me digo que sí, que algún día podre volver a dar un beso de verdad. Que repondré los abrazos que ya me están haciendo falta. Que volveré a pasear sin mascarilla y que un café en una terraza volverá a ser un placer cotidiano y no algo extraordinario.
A ratos me angustio en esta espera interminable y no consigo ver ese futuro que anhelo. En días como hoy, en los que la tarde me ha dejado sin fuerzas, en los que respirar cuesta un poquito, en los que la cabeza está tan revuelta como el estómago, a ratos me pregunto para qué pelear.
Sé que esta confusión es producto del cansancio que provoca mi batalla interna. Que probablemente he perdido ya tantas cosas irrecuperables que no soy capaz de relajarme y ver que siempre hay un cielo azul por encima de las tormentas y que nada es irremplazable porque el mundo es inmenso y tiene mucho que ofrecer. A un amor, le acaba siguiendo otro. A un libro terminado, enseguida se le pone sustituto. A una pasión que se apaga la sustituye una nueva y el mundo sigue.
Siempre que sigamos vivos.
Y, como pienso seguir viva, esto terminará acabando.