Cuando
te embarcas en una aventura del calibre de la que yo me he puesto como reto,
nada es posible sin el apoyo de gente que tienes detrás. La autoedición es un
camino con más espinas que rosas y los triunfos son pequeños. Estos sólo se
convierten en grandes por aliento de las personas que te quieren y que están
cerca de ti, que te empujan para que no te rindas.
Convierten, a tus ojos, algo
insignificante en un logro enorme.
En casa
me apoyan siempre, creen en mí y eso me ayudó a tomar decisiones que me han
costado mucho. Antes de publicar El
medallón de la magia había otra novela terminada a la que sigo pensando que
le falta algo de madurez. Tuve dudas sobre cuál de ellas sería el siguiente
paso y en todo ese camino varias manos se tendieron para ayudarme. Me leyeron,
me dieron su opinión, me señalaron caminos que podría explorar.
Me empujaron a
la arena y los leones, de momento, no me han comido.
Sigo
luchando ahí, como una gladiadora.
Igual
que yo he necesitado de ese apoyo, he creído que había otros compañeros de
aventura a quienes les vendría muy bien sentir que no estaban solos. Sus libros
me gustaron y poco a poco, a través de correos y redes sociales, nos fuimos
conociendo y conectando. Siempre he estado ahí, brindando mis manos para que
cuando se produjera ese momento en el que las fuerzas flaquean y tienes ganas
de rendirte, tuvieran un lugar donde agarrarse. Unos oídos dispuestos a
escuchar, simplemente, que no estás solo.
He
recibido de vuelta mucho cariño y mucho apoyo, y un año después de que
este mecanismo empezase a funcionar, sigo teniendo amigos que no se han apeado
de la aventura y que me siguen cuidando igual que yo a ellos. No sé cómo darles
las gracias, probablemente les dedicaré unas palabras en mi próximo libro, si
consigo algún día convencerme de que la siguiente novela está lista.
Espero no decepcionar.