Algo se para dentro cuando termino una novela. Una luz se apaga de pronto y me pierdo. Siento un vacío, después de sentirme plena. Suele ser así,
un día subes arriba, a lo más alto de la montaña rusa y la misma gravedad, cuando
acaba, te empuja a bajar sin frenos. Pero las cuestas no son infinitas, ni las
que bajan ni las que suben, así que, después de resbalar sin control, de sentir
la adrenalina fluyendo por las venas, toca otra vez la lentitud de la subida.
Estoy lista para ir a esta velocidad pausada, porque
deja tiempo para pensar, para reflexionar sobre las sensaciones. Para prepararse,
quizá, por si otra vez sucede que volverán las ganas y bajaré. No sé si la próxima
vez tocará una zona de tirabuzón con rizo, de esas que vas dando vueltas y
vueltas, o será solo bajar en línea recta. Esperaré.
Al final, todas las bajadas y todas las subidas se acaban
pareciendo.
Estos tiempos de pausa hay que aprovecharlos para tomar
notas, para escribir algo aunque al final no merezca la pena, aunque acabe en
el olvido de una papelera que se recicla de manera constante. Lo hago. Escribo.
Y escribo distinto porque ya no escribo para nadie.
No quiero escribir para nadie más que no sea yo misma.
Me he cansado de perseguir lo que se me escapa, de buscar
sueños inalcanzables, de dejarme la piel en cada palabra que trata de acercarme
a un lector. No esas que se quedan en los relatos o en las novelas, sino las
otras, las necesarias para que otros ojos se posen en las primeras. El precio del tiempo moderno, que obliga al escritor -pobre- a ser su propio publicista. Es agotador
y distrae, quema mucho y mi piel arde ya desde hace tiempo. Tiene un tono que
ya no es saludable, ya no es un bronceado atractivo, sino más bien un marrón
preocupante. Tanto sol, acabaré enfermando, así que abro mi sombrilla, me
siento debajo y me quedaré escuchando al viento que sopla entre los pinos de mi pinar. Lo que quiera contarme.
La cuesta, cuesta. No imaginaba que tanto, y mira que esta
vez, con el bagaje de la experiencia, pensaba que sería capaz de domar miedos y emociones. Pero no, sigo igual, torpe para este tiempo
de calma en el que me manejo muy mal.
Me siento egoísta por extrañar la luz. Es un
solo foco el que necesitaba, lo justo para orientarme yo, no para que nadie me
viera. Uno pequeñito. El menos destacado del escenario, pero no está oscuro. Me ha
vuelto a tocar bailar en la sombra y me voy golpeando los dedos de los pies con
las esquinas de muebles invisibles para mí. Y esta vez, en lugar de ahogar el
grito, me entran ganas de chillar muy, muy fuerte.
Supongo que solo será hasta que vuelva la luz.