Tengo un problema: kilos de más. Come menos, me regaño todos los días, y lo consigo por la mañana, a medio día y por la tarde pero por la noche no hay manera. Hay a quien, la ansiedad, le cierra la boca del estómago, o la boca simplemente, y adelgazan casi sin esfuerzo. A mí, el estrés diario, el que me ataca hacia las ocho y media, cuando termino de trabajar, lo que hace es darme un hambre de lobo en tiempos de posguerra. Conclusión final: engordo y no me vale nada nuevo. O eso creía. Porque he descubierto que me había equivocado. Mi ropa de siempre me sigue quedando bien, lo cual tira por tierra la teoría de que he engordado, pero no soy capaz de comprarme nada de lo que las tiendas exponen. Esta semana, por ejemplo, el problema se ha llamado botas. Creo que me habré probado dos mil, par arriba, par abajo, y ¡ninguna! me valía. Ni una sola cremallera era capaz de realizar su recorrido completo. Algunas, a la mitad, se habían rendido. Me miro las piernas, miro mis viejas botas que me entran sin ni siquiera bajar la cremallera (se ha roto arriba, por cierto) y no entiendo nada. A lo mejor estoy mucho más gorda pero el caso es que me veo exactamente igual. Y ahí coincido con la báscula.
Cada vez que voy de compras me siento una foca, aunque mis pantalones digan que tengo una 42 y el espejo me devuelva una imagen de la que no me siento en absoluto descontenta. Me gustan mis curvas, aunque me sobre algún kilito. Pero es necesitar algo nuevo, ir a una tienda, y ponerme enferma. Las cosas que tienen mi talla tienen el diseño ideal para una abuela, y la ropa que me gusta está diseñada para gente de menos de cincuenta kilos.
Yo, de la liga antichandal de toda la vida de dios, me veo ahora vestida de arriba a abajo de Decatlón, como única solución para no vestirme de jubilada. Lo siguiente será salir a la calle, a por el pan, con las zapatillas de estar por casa. Lo estoy viendo.