22 de febrero de 1988
No te enseñan esto en ninguna parte. Nadie te cuenta, porque a los niños no se les cuentan historias terribles, que puedes morir demasiado pronto. El 22 de febrero de 1988, el mismo día que hacía 49 años de tu muerte, también murió la niña que fui.
Tan de repente, tan sin sentido, que no tuve tiempo para hacerme a la idea.
Recordarlo hoy para contártelo, tantos años después, hace que las lágrimas broten descontroladas y escribo desde unos ojos empañados y un corazón que vuelve a sentirse encogido. La herida fue tan grande que todavía me cuesta pensar en ella, por mucho que lleve más de media vida en mi alma. Tal vez si hubiera sido ahora, mis padres habrían acudido a profesionales, pero entonces ni se les pasó por la cabeza. Me dejaron curarla sola, con los pocos recursos que una criatura que todavía no ha vivido puede tener a su alcance. Como tú, cuando murió Leonor, tuve que acudir a las palabras para que fueran ellas quienes me ayudasen a serenar los latidos y a aceptar lo que había pasado.
Sin saber que ese era un camino, el instinto me empujó a hacer lo mismo que tú habías hecho una vida antes. Busqué refugio en consonantes y vocales, me abrigué con metáforas y sinestesias, en las tuyas y en las que torpemente componía mi mente atormentada. Busqué templar ese incendio que amenazaba con llevarme por delante y creo que lo conseguí.
Al menos, logré no desaparecer, aunque me quemé tanto que aún puedo recorrer cada una de las cicatrices que aquello dejó en mí.
Ese día, el 22 de febrero de 1988, fue mi bautizo de muerte, esa que se llevó mi alegría. Mi inocencia. Mi infancia eterna. Mis ganas de vivirlo todo.
Un reloj se detuvo en una vida y otra, la mía, se congeló en ese instante a causa del impacto. Justo como mi corazón, que se rompió y aun ando buscando los pedazos. El golpe que recibí fue tan certero que durante meses me cuestioné todo, me hice preguntas que están reservadas para la tarde de nuestras vidas y no para esa primavera que se presupone a los dieciocho.
Tus preguntas.
Las que en tus poemas laten hoy, un siglo después de que las escribieras, porque son verdades universales, son humanas. Me escribiste sin conocerme, recreaste en poemas todas las emociones que latían en mí y espantaban la alegría, llenándome el alma de sombras.
Como tú, él se fue un 22 de febrero.
Y tú, sin estar, me agarraste de la mano para que pudiera salir de ese agujero en el que caí. Me aferré a tus palabras, las bebí, las saboreé, me acompañaron en esas noches tan largas y tan oscuras que siguieron a ese día de tormenta. Me arrasó no ser capaz de expresar en voz alta cómo me sentía, hizo que el dolor se me incrustara en el alma, de donde no era capaz de sacarlo. No sé qué hubiera hecho sin ti.
Sin tus poemas.
Sin tus pensamientos.
Pasó el tiempo, se aplacó el sufrimiento y el cementerio se convirtió en un lugar donde encontrar la calma. Mis visitas en esa época eran habituales, aunque nunca le decía a nadie dónde iba. Cambié la bicicleta del principio por un coche cuando aprendí a conducir y subía un rato en cuanto podía. Allí, frente a esa chica que está sentada en su tumba con un libro en su regazo, me quedaba un rato hasta que notaba que el dolor disminuía, que la armonía regresaba a mí y que podía volver a fingir que no estaba rota.
Nunca llevé nada en las manos —las flores son para los vivos, eso he pensado siempre—, llevé mis emociones y tus poemas en la memoria, que danzaban siempre por ella, supliendo a unas oraciones en las que no creo, recordándome que recordar te devuelve a los que perdiste.
Al menos, lo suficiente para no volverte loco.
Al menos, lo suficiente para poder seguir vivo.
(Seguirá)