No sé qué hora era cuando me di
cuenta de que mi reloj de pulsera había muerto. Sé que a las once y diez se
había quedado mudo, que su tic tac monótono se había desvanecido para siempre,
porque las agujas, clavadas en el último instante, me lo susurraban. Llevaba
con él en la muñeca muchos años, tantos que una parte de mi piel conservaba un
tono ligeramente más claro incluso en invierno porque no me lo quitaba salvo
para asearme. Dormía en mi brazo y si no lo acariciaba al sueño
le costaba alcanzarme. Ahora que era inútil, ahora que ya no servía, me
enfrentaba a una decisión.
En mi mente danzaron tres
posibilidades.
La primera, la lógica, sería
quitármelo y correr a buscar uno nuevo. Abrir los ojos frente al escaparate de
cuanta joyería encontrase en mi camino y dejarme seducir por el primero que me
llamase la atención. Esa, opción de los impacientes, la deseché al instante. Mi
reloj y yo habíamos vivido tantas cosas que no lo podía cambiar por uno nuevo sólo
porque estuviera al otro lado de un cristal, a mi alcance. Exponiéndose indecorosamente, rodeado de trampas para que lo comprase.
Seguí pensando.
La segunda opción sería quitármelo
y no volver a llevar jamás un reloj. Me daba cuenta de que me había tenido
prisionera sin saberlo, atada a su ritmo, pendiente de sus tiempos más que de
mis propias necesidades. Quizá ahora que ya no podía encadenarme, preso él de
esa hora en la que se paró, podía liberarme, dejar de ser su esclava.
Pero había alguna más.
Conservarlo en mi muñeca. Sólo
daría la hora bien dos veces al día, me recordaría, cuando lo mirase, que hubo
veces que marcó horas memorables, momentos que vivió conmigo de los que se
quedan sellados a fuego en el alma. A pesar de eso, sería un lastre, algo que
llevar puesto y en realidad no sirve de nada, pero es que soy una sentimental y
me cuesta desprenderme del pasado.
Ese reloj, testigo de otro
tiempo, de mi tiempo pasado, se quedó conmigo.
En mi muñeca, clavado a las once y diez.
Nota:
hace casi dos décadas que dejé de llevar reloj de muñeca.